Vivimos en una época donde el cuerpo se volvió una carta de presentación, una vitrina que parece definir cuánto valemos. Pero detrás de cada espejo hay una historia silenciosa: la angustia de no encajar, la presión de gustar, el cansancio de sostener una imagen que se sienta aceptable.
La mirada del otro se vuelve una jaula invisible, y lo que antes era una superficie, ahora condiciona el deseo, la autoestima y hasta la identidad.