Mientras oraba, sentí cómo el Espíritu Santo comenzaba a traer orden a pensamientos dispersos y a calmar aquello que el alma no lograba entender. En ese silencio sagrado, comprendí que la oración no siempre cambia las circunstancias de inmediato, pero sí transforma el corazón para enfrentarlas con fe. Hay momentos en los que Dios no responde con palabras, sino con paz; donde no muestra el camino completo, pero afirma el siguiente paso. Mientras oraba, entendí que Su presencia es más que suficiente, que cada lágrima se convierte en semilla de esperanza y que todo lo que se rinde en oración, Dios lo toma para obrar a Su manera. Porque cuando el corazón se alinea con el cielo, no hay oración perdida, solo promesas en proceso.