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Samuel tenía un triple oficio: él era sacerdote, profeta y juez. Como sacerdote, ofrecía holocaustos y sacrificios al Señor. Como profeta, les revelaba la voluntad de Dios. Y como juez, resolvía las diferencias que había entre el pueblo. Se nos dice que él solía vivir en Ramá, pero viajaba por todo el país cumpliendo su ministerio. Como todos los profetas del Señor, llamó al pueblo a consagrarse de todo corazón al Señor, y a desechar todos los ídolos de Astarté y Baal. Y cuando el pueblo lo hizo, y clamó al Señor, Dios les dio la victoria sobre los filisteos. Lo peculiar de esta victoria, que trajo perdurables años de paz, fue que Dios habló mediante truenos. El texto indica que esto ocurrió en pleno verano, cuando fenómenos así nunca ocurren. Claramente los filisteos habían ya olvidado el gran poder de Dios para pelear por su pueblo, y fueron completamente derrotados. Dios es especialista en pelear por su pueblo. Pero la condición siempre es la misma: tenemos que consagrarnos a Él de todo corazón. Tenemos que buscarlo de todo corazón. Si hay ídolos que están tomando su lugar, debemos abandonarlos. Que el Señor te bendiga.