La madrugada del lunes pasado, dos funcionarios de Gendarmería caminaban por una calle de Puente Alto junto al hijo de uno de ellos, un adolescente de 13 años, cuando fueron abordados por dos personas armadas que inmediatamente abrieron fuego sobre ellos. Resultaron heridos en sus piernas y, uno de ellos, que estuvo en riesgo vital, en sus testículos. Los uniformados declararon más tarde que reconocieron a sus atacantes, dos delincuentes que habían estado presos. Entre las líneas investigativas que maneja la Fiscalía Sur, está que el ataque haya sido organizado desde un centro penitenciario.
Aunque hasta ahora sea una de las tesis en esa investigación, el episodio revalidó una demanda que los gendarmes vienen levantando desde hace tiempo: el de una mayor seguridad y protección para hacer su trabajo, en un país donde el crimen organizado se ha transformado en pocos años en uno de los mayores desafíos del país. Los datos dados a conocer por la institución son claros: en tres años, más de dos mil funcionarios han sido víctimas de amenazas, que han afectado incluso a la dirección general de la institución. Lo inquietante no es tanto el número, sino el tipo de amenazas y quiénes las profieren. Internos conectados o pertenecientes con bandas organizadas que les dan información y les sirven a la vez de brazo operativo a aquellos que están internos. Así amenazan no sólo a los funcionarios, sino también a sus familias. Saben sus nombres, su ubicación, sus rutinas. Envían coronas de flores a sus casas, pintan cruces y balean sus autos. Y ofrecen directamente dinero, coimas, poniendo a los funcionarios en una posición que muchas veces ha probado ser insalvable.
Todo agravado por un evidente aumento en la peligrosidad, poder económico y poder de fuego de estos grupos delictuales.
El Coronel Andrés Muñoz, secretario general de la Asociación Nacional de Oficiales Penitenciarios, ANOP, comenta hoy cómo las amenazas directas contra los funcionarios de gendarmería han escalado en número y violencia.