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15 de Febrero

Bajo el cuidado de Dios

Andrea Delwiche

 

“El Señor dirige los caminos del hombre cuando se complace en su modo de vida. Si el hombre cae, no se queda en el suelo porque el Señor lo sostiene de la mano. Yo fui joven, y ya he envejecido, pero nunca vi desamparado a un justo, ni vi a sus hijos andar mendigando pan. El justo es misericordioso, y siempre presta; sus hijos son para otros una bendición” (Salmos 37:23-26).

            No siempre valoramos la sabiduría de nuestros mayores. Pero puede ser bueno escuchar de alguien que ha visto más de lo que nosotros hemos visto y no sólo sobrevivió, sino que prosperó. El rey David, el escritor del Salmo 37, es tal testigo.

            ¿Qué había aprendido David durante toda su vida siguiendo al Señor?

            La provisión y el amor de Dios permiten a sus seguidores vivir con un corazón libre de cargas. No necesitamos preocuparnos o tener envidia de los demás. En cambio, podemos pasar ese tiempo deleitándonos en Dios y comprometiéndonos a seguirlo.  

            Dios siempre provee para sus hijos de sus interminables suministros, y así podemos ser generosos y mostrar amor desinteresado a los demás.  

            Cuando la vida es difícil y nos cuesta ver el camino hacia adelante, es bueno: “Quédate quieto en la presencia del Señor, y espera con paciencia a que él actúe” (versículo 7 NTV). Él nos guiará hacia adelante.

            La provisión de Dios es mucho más grande de lo que podemos ver o entender. Siempre estamos bajo el cuidado de Dios y tenemos tanto ahora como la eternidad para crecer y florecer en su gracia. Esta tierra es sólo el comienzo de esta aventura con nuestro buen Dios.

 

Oración:

 

Bienaventurado Señor Soberano, es solo gracias a tu amor incondicional que he nacido y puedo vivir en este tiempo de gracia que nos concedes a nosotros pobres pecadores hijos del Adán Caído. Es también, únicamente por tu gracia que me conservas en la verdadera fe. Me libraste muchas veces del lazo de la tentación y solo por tu poder no sucumbí. Perdonaste mi pecado gracias a los méritos de tu Hijo. Concédeme renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, que yo viva sobria, justa y piadosamente en espera de la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo. Amén.