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Había una vez un alquimista llamadoa alquimista John Dee. Jhon Dee con gran orgullo envió cartas de invitación a todos sus generosos patrocinadores. Aquellos que lo habían apoyado durante los años de experimentación. Había tenido éxito. Al fin la piedra filosofal. Nobles, clérigos y mercaderes que creyeron en su talento y en su ciencia serian largamente recompensados.
En el laboratorio oculto a los profanos, en aquel sotano de aquel antiguo castillo, rodeado de retortas con acido tartárico de potasa, de rocio de mayo, disolvente filosófico, vitriolo y las otras sustancias maravillosas. El. Jhon Dee, el gran Adepto, había logrado lo que durante muchos cientos de años muchos otros habían querido obtener. La piedra filosofal.
Ante todos los allí reunidos aquella noche, invitados por el Jhon Dee tomo finalmente la piedra filosofal que había desarrollado durante incontables días y noches y con gran orgullo y ante el silencio de todos los asistentes que durante años lo apoyaron económicamente, transformo un lingote de oro puro en un lingote de plomo de la mejor calidad.