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Había una vez en el año de 1275 en la ciudad de Bagdad en el entonces Imperio Persa , un califa que odiaba a los cristianos, y día y noche pensaba el modo de convertir a éstos en sarracenos o hacerlos perecer si no lo conseguía. Todos los días reunía en Consejo a sus ministros y a seis sabios para preparar sus planes, pues todos ellos odiaban a los cristianos. El caso es que el califa y los sabios que le rodeaban encontraron que en el Evangelio está escrito: “Si un cristiano tiene tanta fe como un grano de anís, obtendrá de Dios con su oración que se junten dos montañas”. Cuando hubo leído esto el califa, se alegró inmensamente, porque vio en ello un pretexto para convertir a los cristianos a la religión sarracena o perderlos a todos.
El califa mandó entonces reunir a todos los cristianos de su reino, y cuando se hallaron en su presencia les enseñó el Evangelio y les hizo leer el texto. Enterados de ello, les preguntaron si aquello era la verdad. Los cristianos contestaron que ésa era la única verdad. “¿Decís, pues -replicó el califa-, que un cristiano que tiene fe, por las oraciones hechas a su Dios es capaz de juntar dos montañas?” “Esto es”, respondieron los cristianos. “Os ofrezco una alternativa -dijo el califa -; puesto que sois cristianos, debe de haber entre vosotros quien tenga un poco de fe; de modo que haréis mover esa montaña que veis desde aquí, o si no,os haré morir de mala muerte, pues si no la hacéis mover es que no tenéis fe. De modo que os haré perecer a todos, a menos que no os convirtáis a la ley de Mahoma y así estaréis en la fe verdadera y os salvaréis. Os doy, pues, diez días de tiempo para conseguir esto. Si en tal término no lo habéis hecho, os condenaré a todos a muerte.” Dicho esto, calló el califa y despidió a los cristianos.
Cuando esto oyeron los cristianos, tuvieron gran miedo de morir. Sin embargo, confiaban en su Creador que los sacaría de tan duro trance. Los sabios cristianos reuniéronse en consejo, pues había arzobispos, obispos y sacerdotes entre ellos. No pudieron resolver más que rezar a Dios nuestro Señor para que en su gran misericordia les inspirara en esta ocasión y les hiciera escapar de una muerte segura si no hacían lo que el califa les había exigido. Sabed, pues, que día y noche se hallaban en oración y rezaban devotamente al salvador Dios del cielo y de la tierra para que les auxiliara en el duro trance en que se veían.
Quedaron ocho días y ocho noches orando hombres, mujeres, niños pequeños y grandes. Y sucedió que un ángel del Señor se apareció a un obispo, que era hombre de vida santa e inmaculada, y le dijo: “Ve a un zapatero que no tiene más que un ojo y le dirás que rece para que la montaña se mueva, y la montaña cambiará de sitio.” Y os contaré cuál era la vida de este zapatero.
En verdad os digo que era un hombre honrado y casto. Ayunaba con frecuencia y su alma no estaba mancillada por pecado alguno. Iba a misa diariamente y frecuentaba a menudo la iglesia. Tenía maneras tan gentiles y una vida tan ejemplar, que no había otro mejor a cien leguas a la redonda. Hubo un hecho que atestigua que el hombre era de gran fe. Este hombre había oído varias veces que en el Evangelio decía: “Si el ojo os hiciere pecar, hay que arrancarle o hacer de modo que no haga pecar.” Un día llegó a su casa una bella señora a comprarse zapatos.
El maestro quiso verle el pie y la pierna para saber qué zapatos pudiera calzar. Y se hizo enseñar la pierna y el pie, que eran tan hermosos que jamás hubo otros más bellos. Cuando el maestro vio las piernas de esta mujer, fue tentado, porque sus ojos se deleitaban en ellas. Entonces dejó marchar a la dama y no quiso vender los zapatos. Y cuando se alejó, el zapatero se dijo: “Ah, desleal y ladino, ¿en qué piensas? Tomaré gra