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El magnicidio es la expresión más extrema de la lucha por el poder. No es solo la eliminación física de una figura prominente, sino un acto cargado de simbolismo: destruir al líder para interrumpir, forzar o modificar el curso de la historia. Las estructuras de poder generan tensiones internas y externas, y a veces, quien ostenta el mando asume riesgos no solo por su poder, sino por la voluntad de cambiar cómo ese poder es ejercido.

Una de las grandes paradojas del magnicidio es que el enemigo no siempre viene de fuera. Muchas veces, la mano que empuña el arma, el veneno o la conspiración, pertenece a la misma sociedad que ha encumbrado al líder. En ocasiones, el entorno más cercano o los sectores que se ven amenazados por reformas profundas se convierten en adversarios mortales. Cambiar la lógica del poder, en lugar de perpetuarla, suele ser la chispa que enciende la mecha del crimen.

Además, el magnicidio no solo pretende acabar con una persona, sino con una idea, un proyecto o una transformación. El miedo a perder privilegios o el deseo de mantener el statu quo pueden ser motores tan poderosos como el odio o la ambición personal. De ahí que este tipo de crímenes sean reflejo de tensiones sociales profundas y no meras anécdotas históricas. El poder, en definitiva, siempre genera resistencias, pero es cuando amenaza el orden establecido cuando esas resistencias se tornan letales.

Si quieres conocer algunos de los casos más célebres de la historia y cómo impactaron en sus sociedades, ¡no te pierdas este programa!