El siglo III fue un momento de crisis para el Imperio Romano. Tras el asesinato del último emperador de la dinastía severa, se inició un periodo marcado por las invasiones bárbaras, las rebeliones y la inestabilidad política causada por las luchas internas donde múltiples usurpadores competían por el poder. En este ambiente de anarquía militar y pérdida del poder central, los gobernantes de las provincias se vieron tentados a buscar la autonomía de los territorios sobre los que gobernaban.