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Macron o Trudeau necesitan de la obediencia como un dogma religioso. Mal negocio para un sistema que se jactaba de su tolerancia y de erradicar la resolución de conflictos por la fuerza. Han logrado, con estas actitudes, levantar más sospechas que adhesiones.

Podríamos pensar en Macron y en Trudeau como dos anomalías del sistema generadas por la aceleración. La historia está llena de calígulas de distinta intensidad. Pero como variable política, sus sendas histerias han desnudado lo que subyace en la transformación de occidente: el fin de la ciudadanía y el comienzo del crédito social gerenciado por el Estado burocrático. Y, en consecuencia, la conformidad y aceptación interior y masiva de la verdad estatal, una sumisión propia de una secta y no de una democracia.

Este nuevo paradigma de gobierno es posiblemente la nueva normalidad, un estado de alarma eterno que justifique la emergencia permanente, gerenciada por el Estado burocrático a cargo del otorgamiento de ciudadanía como premio a la obediencia. Un modelo pasivo-agresivo que la impericia de Macron y Trudeau dejaron al descubierto. Si estos personajes sobreviven a sus tropelías, significará que la humanidad está preparada para un nivel más profundo de totalitarismo y entonces, en adelante, todos los dictadores serán como Macron y Trudeau, defectuosos productos ensamblados, no se necesita más.