Desde tiempos inmemoriales, la máscara ha sido un símbolo potente, un objeto que oculta y, al mismo tiempo, revela. Imaginemos, si se quiere, la máscara como una puerta o un enlace entre dos mundos: el de nuestra identidad fabricada y el de nuestra esencia auténtica, es decir nuestra naturaleza primordial.
En muchas culturas, la máscara ha desempeñado un papel crucial en rituales y transiciones vitales.
En varias tribhus africanas, por ejemplo, las máscaras son mucho más que adornos rituales. En las ceremonias de paso de la juventud a la adultez, comunes en tribus como los Dogon de Malí o los Bambara de África Occidental, las máscaras no solo ocultan la identidad juvenil sino que simbolizan una metamorfosis espiritual y social. Al ponerse la máscara, el joven deja atrás su infancia y asume responsabilidades adultas, acompañadas de un nuevo estatus social y espiritual. Estas máscaras a menudo representan deidades, ancestros o espíritus de la naturaleza, integrando al individuo en una cosmovisión más amplia y conectándolo con las fuerzas vitales de su comunidad.