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Desde tiempos ancestrales las historias nos ayudan a entender o interpretar la realidad, a darle algún tipo de sentido. Nos asisten en el interminable intento de explicarnos de dónde venimos, a dónde vamos, quiénes somos, qué es lo que está pasando a nuestro alrededor, o qué fue lo que pasó.

En definitiva, las historias iluminan y dirigen el escenario de nuestras vidas, y son parte integral de lo que somos o de lo que creemos ser, como individuos, como sociedad, como especia humana.

De hecho, el famoso historiador Yuval Harari habla sobre cómo lo que nos diferencia de todas las otras especies y nos ha permitido prácticamente dominar el mundo, es la capacidad de contar historias. Lo que nos permite cooperar de manera flexible y a gran escala. Explico un poco:

Ninguna otra especie puede hacer esto. Hay algunas como las abejas, o las hormigas, que pueden cooperar a gran escala, pero no de manera flexible. Por lo que no pueden adaptarse rápidamente a nuevos peligros o aprovechar nuevas oportunidades.

Otras especies, como los lobos o los chimpancés, pueden cooperar de manera flexible, pero no a gran escala. Y el motivo por el que no pueden cooperar a gran escala, es porque necesitan conocer personalmente a los otros miembros de su especie para poder confiar y así cooperar con ellos. Y eso siempre tiene un límite, no puede ser a gran escala.

El ser humano sin embargo, puede cooperar a gran escala y de manera flexible, incluso con desconocidos. Y esto es precisamente gracias a las historias. A los mitos compartidos. Porque estos nos ayudan a crear o a inventar objetivos, reglas, y toda clase de ideas comunes, ya sean estas sobre el bien y el mal, sobre los derechos inalienables, o sobre una mano invisible que controla el mercado. Es nuestra capacidad de contar historias lo que nos da la posibilidad de viajar por el espacio sideral o por las desconocidas profundidades de los mundos submarinos; de hacer revoluciones libertarias o implacables guerras de conquista.

En nuestro afán de explicar, o reemplazar, o entender la realidad, creo que la mayoría de las buenas historias nos dan respuestas a nuestras preguntas más profundas. En ellas nos vemos reflejados y decimos: sí, así es la vida.

Pero también historias que nos llevan por otro camino, y en lugar de dejarnos con respuestas sobre la realidad, nos dejan llenos de preguntas.

Al leerlas no nos quedamos asintiendo diciendo que sí, que así es la vida. Tampoco rechazamos que no lo sea así, sino no sería una buena historia. Las buenas historias nos tienen que contar alguna Verdad. Por lo menos tenemos que sentir que nos cuentan alguna Verdad. Verdad con mayúscula. Aunque sea a través de la duda… que nos cuenten esa verdad.

En fin, al leer este tipo de historias, en lugar de asentir, nos preguntamos, una y otra vez: es así la vida? Será que es así la vida?

Estas historias pueden ser muy poderosas, porque a veces una buena pregunta vale más que todas las respuestas.

Y creo que ese es el caso de Don Casmurro, la novela de la que quiero hablar hoy.

Por qué digo que Dom Casmurro es un libro que nos llena de preguntas?

Porque personalmente, creo que esa es la intención del libro. Creo que ha sido escrito como un enigma. Pero incluso sobre cuál es la intención del libro se han librado y se libran intensos e interminables debates. Lo que refuerza mi impresión de la historia como enigma, como pregunta.

Incluso en unos de los capítulos del libro, el narrador reflexiona sobre la diferencia entre libros confusos y libros omisos, y nos cuenta sobre su preferencia por los omisos, y sobre su afición por cerrar los ojos y ponerse a llenar las lagunas que la historia le dejó y al mismo tiempo nos invita a hacer lo mismo con la historia que nos está contando.

Es así que el libro está lleno de lagunas, contradicciones y detalles que nos pueden llevar tanto en una como en otra dirección.

Pero de qué se trata la historia de Don Camurro?

La historia comienza cuando un tipo rico, Dom Casmurro, que es el narrador, ya al final de su vida decide contarnos sus memorias, según él, nos dice que lo hace a modo de calentamiento, antes de comenzar a escribir un libro más serio.

Ahora, por qué es realmente es que se pone a escribir su vida entera?

Motivo de intenso debate.

Mas allá de sus motivos, el hilo conductor la vida que nos cuenta, es la historia de amor con su vecina de infancia, Capitú. Historia que vemos nascer y crecer en medio de enredos y desenredos hasta que llegan a casare, y a tener una vida aparentemente plena y feliz.

Algunas historias terminan ahí; pero raramente la vida es así. Por lo que esas historias normalmente son malísimas.

Nuestra historia continúa, y la aparente plenitud que vivían se acaba con la muerte de Escobar, que era el mejor amigo de Don Casmurro, que por ese entonces todavía no tenía ese apodo, lo llamaban simplemente por su nombre: Bento, o Bentinho.

Don Casmurro nos cuenta cómo después de la muerte de Escobar, de manera aparentemente repentina, al parecer gracias a una mirada delatora, él toma total y absoluta conciencia de la infedilidad de Capitu.

A partir de ahí, lo que sigue es la historia del deterioro y la destrucción de todo, que termina en la soledad de Don Casmurro, quien dice haberse perdido a si mismo en el camino, quien termina reconstruyendo en la vejez la casa de la adolescencia y escribiendo y contando sus memorias.

Don Casmurro es un clásico de clásicos de la literatura brasilera, el típico libro que se estudia en la escuela, y es prácticamente imposible conversar sobre literatura con una persona de Brasil sin escuchar, aunque sea un poco, sobre Machado de Assis.

Pero qué es al final de cuenta un clásico?

Los estudiosos de la forma y del estilo tienen interminables y laberínticas formas de explicar cómo y porqué los clásicos son clásicos, de qué forma captaron los más profundos estigmas de su sociedad y rompieron los paradigmas literarios de su tiempo ganándose un lugar imperecedero en nuestras vidas.

Por otro lado yo, ya sea por ignorancia o ya sea por flojera, me contento con la simple idea de que los clásicos son clásicos porque de una u otra forma supieron reflejar de especial manera la esencia del ser humano.

Y en este caso cómo atrapa don casmurro la escencia humana?

Es en ese sentido que yo realmente disfruté de Dom Casmurro, por el cuidado con el que se va armando la historia, por cada detalle que dice, por cada detalle que omite decir, por el interminable debate que provoca, es una historia que se termina convirtiendo en una herramienta de reflexión, tanto individual y colectiva.

Si quieren conocer bien a alguien, pídanle que lea Don Casmurro y después háganle unas cuantas preguntas sobre el libro, y rápido van a saber mejor con quien están hablando.

Si quieren conocerse mejor a si mismos, es cuestión de leer el libro y después comenzar a pensar por qué lo interpretamos de la forma en que lo hacemos. O sentarnos a pensar en qué creemos que pasó en las lagunas y vericuetos de la historia.

El libro funciona así por qué nos es dado precisamente como un enigma, por lo menos eso es lo que creo yo, desde el principio hasta el final. Un enigma sin respuesta, pero gracias al cuál podemos apreciar el misterio mismo de los caminos interiores del ser humano. Y no solo leyendo el libro, sino sobre todo después...en las conversaciones con otras personas que también hayan leido el libro o en artículos, estudios, ensayos, tesis,videos, charlas, conferencias, entrevistas, etc.

El debate sobre Don Casmurro nos lleva por un vendaval imparable de simpatías y odios encarnizados, de fieros ataques y de defensas apasionadas, y en cada opinión en realidad llegamos a conocer más sobre el que está opinando que sobre qué fue lo que pasó realmente entre Bentinho y Capitu.

El drama de Don Casmurro, en apariencia parece ser bastante sencillo, pero por la forma en que está escrito, puede ser leído como un libro sobre la traición, o como un libro sobre los celos, o como un libro sobre las personas que lo leen y lo interpretan, o como un libro sobre la sociedad en las que estas personas viven y aprendieron a leer.

De todas sus lecturas posibles, hay alguna que sea la indicada o la correcta? La mejor? Personalmente creo que no, porque tal vez, solo tal vez, puede ser que la vida sí sea así, un enigma más omiso que confuso, en el que el acto de imaginar sea más importante que el de saber, y en el que preguntar sea más importante que responder.

Les voy a leer una partecita del libro, una de las escenas de amor más bonitas que ya leí, a ver si así se animan a leer o releer la historia, como siempre. espero que les guste.

Todo era materia de las curiosidades de Capitú. Hubo un caso, sin embargo, del cual no sé si aprendió o enseñó, o si hizo ambas cosas, como yo. Es lo que contaré en el otro capítulo.

En éste diré solamente que, pasados algunos días del acuerdo con el agregado, fui a ver a mi amiga; eran las diez de la mañana. Doña Fortunata, que estaba en el patio, ni esperó que yo le preguntara por la hija.

–Está en la sala, peinándose, me dijo; ve despacito para darle un susto.

Fui despacio, pero el pie o el espejo me traicionaron. Puede ser que éste no; era un espejito de baratija (perdonadme el menosprecio), comprado a un mercero italiano, moldura tosca, argollita de latón, pendiente de la pared, entre las dos ventanas. Si no fue el espejo, fue el pie. Uno u otro, la verdad es que, apenas entré en la sala, peine, cabellos, toda ella voló por los aires, y sólo le oí esta pregunta:

–¿Hay alguna novedad?

–No, ninguna, respondí; vine a verte antes de que el padre Cabral llegue para la

lección. ¿Cómo pasaste la noche?

–Yo bien, ¿José Dias todavía no habló?

–Parece que no.

–¿Pero entonces cuándo hablará?

–Me dijo que hoy o mañana piensa tocar el asunto: no va a ir luego de golpe, hablará largo y tendido, un toque. Después, va a entrar en materia. Primero quiere ver si mamá tiene la decisión tomada...

–De que la tiene, la tiene, me interrumpió Capitú. Y si no fuese necesario alguien para vencer luego, y del todo, no se le hablaría. Yo ya ni sé si José Dias podrá influir tanto; creo que hará todo, si siente que realmente no quieres ser cura, ¿pero podrá lograrlo...? Él es escuchado; si, no obstante... ¡Esto es un infierno! Insiste con él, Benito.

–Insisto; hoy mismo ha de hablar.

–¿Lo juras?

–¡Lo juro! Déjame ver tus ojos, Capitú.

Me había acordado de la definición que José Dias había hecho, “ojos de gitana oblicua y disimulada”. Yo no sabía lo que era oblicua, pero disimulada sí, y quería ver si se podían llamar así. Capitú se dejó ver y examinar. Sólo me preguntaba qué pasaba, si nunca los había visto; yo nada encontré de extraordinario; el color y la dulzura eran mis conocidos.

La demora de la contemplación creo que le dio otra idea de mi propósito; pensó que era un pretexto para mirarlos más de cerca, con mis ojos grandes, constantes, metidos en ellos, y a esto le atribuyo que empezaran a estar agrandados, agrandados y sombríos, con tal expresión que...Retórica de los enamorados, dame una comparación exacta y poética para decir lo que fueron aquellos ojos de Capitú. No me acude imagen capaz de decir, sin romper la dignidad del estilo, lo que fueron y me dijeron. ¿Ojos de resaca? Vaya, de resaca. Es lo que me da

idea de aquel aspecto nuevo. Traían no sé qué fluido misterioso y enérgico, una fuerza que arrastraba hacia adentro, como la ola que se retira de la playa en los días de resaca. Para no ser arrastrado, me agarré de las otras partes cercanas, de las orejas, de los brazos, de los cabellos esparcidos por los hombros; pero tan rápido buscaba las pupilas, la ola que salía de ellas venía creciendo, cava y oscura, amenazando con arrollarme, jalarme y tragarme.

¿Cuántos minutos consumimos en aquel juego? Sólo los relojes del cielo habrán marcado ese tiempo infinito y breve. La eternidad tiene sus péndulos; no por no acabar nunca deja de querer saber la duración de las felicidades y de los suplicios. Ha de duplicar el gozo a los bienaventurados del cielo conocer la suma de los tormentos que ya habrán padecido en el infierno sus enemigos; así también la cantidad de las delicias que habrán gozado en el cielo sus desafectos aumentará los dolores a los condenados del infierno. Este otro suplicio se le olvidó al divino Dante, pero yo no estoy aquí para enmendar poetas. Sí para contar que, al cabo de un tiempo no marcado, me agarré definitivamente de los cabellos de Capitú, pero entonces con las manos, y le dije –por decir algo– que podía peinarlos si quisiera.

–¿Tú?

–Yo mismo.

–Vas a enredarme todo el cabello, eso sí.

–Si lo enredo, te lo desenredas después.

–Vamos a ver.

Capitú me dio la espalda, volteándose al espejito. La así de los cabellos, los sujeté todos y empecé a alisarlos con el peine, desde la frente hasta las últimas puntas, que le bajaban a la cintura. De pie no había manera: no olvidaste que era un poquito más alta que yo, pero aunque tuviese la misma estatura. Le pedí que se sentara.

–Siéntate aquí, es mejor.

Se sentó. “Vamos a ver al gran peluquero”, me dijo riendo. Seguí alisando los cabellos, con mucho cuidado, y los dividí en dos partes iguales, para hacer las dos trenzas. No las hice luego, ni así deprisa, como pueden suponer los peluqueros de oficio, sino despacio, despacito, saboreando con el tacto aquellos hilos gruesos, que eran parte de ella. El trabajo era desordenado, unas veces por ineptitud, otras a propósito, para deshacer lo hecho o rehacerlo. Los dedos rozaban la nuca de la pequeña o la espalda vestida de percal, y la sensación era un deleite. Pero, al fin, los cabellos acabaron, por más que yo los quisiera interminables. No pedí al cielo que fuesen tan largos como los de la Aurora, porque no conocía todavía a esta divinidad que los viejos poetas me presentaron después; pero, deseé peinarlos por todos los siglos de los siglos, tejer dos trenzas que pudiesen envolver el infinito por un número innombrable de veces. Si esto os parece enfático, desventurado lector, es que nunca peinasteis a una pequeña, nunca pusisteis las manos adolescentes en la joven cabeza de una ninfa... ¡Una ninfa! Ando todo mitológico. Todavía hace poco, hablando de los ojos de resaca, llegué a escribir Tetis; borré Tetis; borremos ninfa; digamos solamente una criatura amada, palabra que incluye todas las potencias cristianas y paganas.

Finalmente, acabé las dos trenzas. ¿Dónde estaba la cinta para atarles las puntas? Encima de la mesa, un triste pedazo de cinta sucia. Junté las puntas de las trenzas, las uní con un nudo, retoqué la obra, jalando aquí, acortando ahí, hasta que exclamé:

–¡Listo!

–¿Quedó bien?

–Vete en el espejo.

En vez de ir al espejo, ¿qué piensan que hizo Capitú? No se olviden que estaba sentada, dándome la espalda. Capitú curvó la cabeza, a tal punto que fue necesario ayudarla con las manos y sostenerla; el respaldo de la silla era bajo. Después me incliné sobre ella, rostro a rostro, pero cambiados, los ojos de uno en la línea de la boca del otro. Le pedí que levantara la cabeza, podía marearse, magullarse el cuello. Llegué a decirle que estaba fea; pero ni esta razón la movió.

–¡Levanta la cabeza, Capitú!

No quiso, no levantó la cabeza, y permanecimos así mirando uno al otro, hasta que ella cerró los labios, yo bajé los míos, y...

La sensación del beso fue grande; Capitú se levantó, rápida, yo retrocedí hasta la pared con una especie de vértigo, mudo, los ojos negros. Cuando se me clarearon, vi que Capitú tenía los suyos en el piso. No me atreví a decir nada; aunque quisiera, me faltaba lengua.

Preso, aturdido, no encontraba gesto ni ímpetu que me despegara de la pared y me lanzara a ella con mil palabras cálidas y cariñosas... No te mofes de mis quince años, lector precoz. A los diecisiete, Des Grieux (y era Des Grieux) no pensaba todavía en la diferencia de los sexos.

Oímos pasos en el corredor; era doña Fortunata, Capitú se arregló deprisa, tan deprisa que, cuando la madre apareció en la puerta, ella movía la cabeza y reía. Ningún pálido vestigio, ninguna contracción de timidez, una risa espontánea y clara, que ella explicó con estas palabras alegres:

–Mamá, mire cómo este señor peluquero me peinó; me pidió acabar el peinado, e hizo esto ¡Mire qué trenzas!

–¿Qué tiene? dijo la madre, derramando benevolencia. Está muy bien, nadie dirá que lo hizo una persona que no sabe peinar.

–¿Qué dice, madre? ¿Esto? replicó Capitú deshaciendo las trenzas. ¡Mire esto, madre!

Y con el enfado gracioso y espontáneo que a veces tenía, tomó el peine y se alisó los cabellos para renovar el peinado. Doña Fortunata la llamó tonta y me dijo que no le hiciera caso, no era nada, tonterías de la hija. Nos miraba con ternura a mí y a ella. Después, me parece que sospechó. Viéndome callado, metido, cosido a la pared, tal vez creyó que había entre nosotros algo más que un peinado, y sonrió con disimulo...

Como yo quisiera hablar también para ocultar mi estado, llamé algunas palabras de acá adentro, y acudieron de pronto, pero atropelladas y me llenaron la boca sin que saliera ninguna. El beso de Capitú me cerraba los labios. Una exclamación, un simple artículo, por más que embistiesen con fuerza, no lograban abrir de dentro. Y todas las palabras se refugiaron en el corazón, murmurando: “He aquí uno que no hará gran carrera en el mundo, por poco que lo dominen las emociones...”

Así, descubiertos por la madre, éramos dos y contrarios, ella encubriendo con la palabra lo que yo publicaba con el silencio. Doña Fortunata me sacó de aquella turbación, diciendo que mi madre me había mandado llamar para la lección de latín; el padre Cabral estaba esperándome. Era una salida; me despedí y me encaminé por el corredor.

Caminando, oí que la madre censuraba los modales de la hija, pero la hija no decía nada. Corrí a mi cuarto, tomé los libros, pero no pasé a la sala de la lección; me senté en la cama, recordando el peinado y lo demás. Tenía estremecimientos, tenía unos olvidos en que perdía la conciencia de mí y de las cosas que me rodeaban, para vivir no sé dónde ni cómo.

Y volvía a mí, y veía la cama, las paredes, los libros, el piso, oía algún sonido de fuera, vago, cercano o remoto, y luego perdía todo para sentir solamente los labios de Capitú... Los sentía dilatados, debajo de los míos, igualmente estirados hacia los de ella, y uniéndose unos a otros. De repente, sin querer, sin pensar, me salió de la boca esta palabra de orgullo:

–¡Soy hombre!

Supuse que me hubieran oído, porque la palabra salió en voz alta, y corrí a la puerta de la habitación. No había nadie fuera. Volví hacia adentro y, bajito, repetí que era hombre. Todavía ahora tengo el eco en mis oídos. El gusto que esto me dio fue enorme. Colón no lo tuvo mayor, al descubrir América, y perdonad la banalidad en favor de la propiedad; en efecto, hay en cada adolescente un mundo encubierto, un almirante y un sol de octubre.

Hice otros descubrimientos más tarde; ninguno me deslumbró tanto. La denuncia de José

Dias me había sublevado, la lección de la vieja palmera también, a la vista de nuestros nombres abiertos por ella en el muro del patio me dio gran sacudida, como ya viste; nada de eso valió la sensación del beso. Podían ser mentira o ilusión. Siendo verdad, eran los huesos de la verdad, no eran la carne y la sangre de ella. Las mismas manos tocadas, apretadas, como fundidas, no podían decir todo.

–¡Soy hombre!

Cuando repetí esto, por tercera vez, pensé en el seminario, pero como se piensa en un peligro que ya pasó, un mal abortado, una pesadilla extinta; todos mis nervios me dijeron que los hombres no son curas. La sangre era de la misma opinión. Otra vez sentí los besosde Capitú. Tal vez abuso un poco de las reminiscencias osculares; pero las saudades son así; es el pasar y repasar de las memorias antiguas. Ahora, de todas las de aquel tiempo creo que la más dulce es ésta, la más nueva, la más comprensiva, la que me reveló completamente a mí mismo. Tengo otras, vastas y numerosas, dulces también, de distinta especie, muchas intelectuales, igualmente intensas. Gran hombre que fuese, la recordación era menor que ésta.