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Pequeña reseña y lectura de un fragmento de uno de los libros más icónicos de la literatura latinoamericana.

Transcripción:

 Hola hola mi nombre es Camilo y sean bienvenidos a este espacio que he decidido llamar Lecturas del Bosque, un podcast para quien disfruta de buenas historias.

En estos tiempos existe tanto ruido que es difícil encontrar lo elemental, lo importante, somos bombardeados y consumimos tanta información irrelevante e intrascendente, que queda muy poco tiempo -y espacio- para las historias fundamentales, para los clásicos, entre otras tantas cosas de la vida que son igual o mucho más importantes. Por eso, hoy quería hablarles un poco sobre Pedro Páramo, una novela cortita pero enorme para la literatura latinoamericana y universal.

Tuve ganas de compartir un poco de Pedro Páramo porque por un lado la veo como una interesante e importante lectura para quienes están estudiando español como lengua extranjera e intentan descifrar el laberíntico mundo latinoamericano, ya que el estudio de un idioma también es el inevitable encuentro con la gente que lo habla y su cultura; y por otro lado porque creo que debería ser una obra obligatoria para todos los que hablamos español, yo la vine a conocer un poco tarde, demasiado tarde, pero creo que no debería ser el caso.

La idea aquí no es hacer un análisis literario de la novela ni de leerles todo el libro, simplemente compartir algunos comentarios personales sobre la historia y leer una pequeña parte, un fragmento del libro, para ver si entre tanto ruido podemos hacerle un campito a lo esencial.

Juan Rulfo no necesitó escribir más de 300 páginas para convertirse en uno de los escritores más grandes de la literatura hispana. Nació en 1917 en Jalisco, en el occidente de México, fue un tipo sencillo y enigmático, desde ahora se lo puede ver así como legendario, Juan Rulfo fue huérfano desde niño, fue criado en orfanatos, tuvo todo tipo de oficios en grande, aunque consideraba que su único oficio era el de vivir, fue por ejemplo vendedor de llantas, fue agente de inmigración, fue recaudador de rentas, fotógrafo, guionista de cine, historiador, y escritor de tres libritos, dos de los cuales lo hicieron inmortal.

Pedro Páramo es uno de estos dos libros, la novela está basada en una época entre la revolución mexicana y la guerra cristera, entre paréntesis cabe decir que el padre de Juan Rulfo fue asesinado durante la guerra, cuando él solo tenía seis años y cuatro años más tarde muere su madre. La guerra cristera fue un conflicto armado de varios años entre el ejército mexicano, entre el Estado mexicano y las milicias de religiosos católicos que se levantaron en armas al ir perdiendo la iglesia católica más y más beneficios desde la constitución de 1917, esto como una de las consecuencias de la Revolución Mexicana si bien la novela no se concentra en explicaciones de ningún tipo, ésta deja entrever cómo era la vida del campesinado y para quienes no somos mexicanos o no hemos estudiado su historia, nos deja la curiosidad, o por lo menos la invitación, a conocer más sobre sobre estos eventos y su importancia histórica.

No son pocos los grandes autores que se deshacen en halagos sobre la calidad de la obra de Juan Rulfo, tanto por la belleza y sencillez de su prosa, como por la novedad de la estructura de sus textos, en los que presente el pasado y el futuro e incluso la vida y la muerte no tienen distinción, sin dejar de ser al mismo tiempo historias profundamente realistas. Pedro Páramo no es un libro largo, no usa palabras muy rebuscadas ni difíciles, y aunque tiene algunos modismos, es una novela escrita en un lenguaje simple y sencillo, el lenguaje del pueblo, dicen muchos críticos, tiene sin embargo una estructura en la que sin previo aviso cambia de una historia a otra y de un lugar y momento a otro, por lo que conviene leerlo dos o tres veces seguidas para aprovecharlo mejor. El libro cuenta la historia de un hijo, Juan Preciado, que después de la muerte de su madre realiza un viaje a su pueblo natal en busca del padre que no conoció, antes de morir su madre le pide que vaya al pueblo, le pide que vaya a cobrar el olvido en el que el padre los ha dejado. Juan Preciado se lo promete, pero pero se lo promete sin pensar en cumplirlo, él pensaba que no iba a ir, que nunca lo iba a cumplir, pero luego con el tiempo se va formando un mundo alrededor de la esperanza de conocer a este hombre que era el marido de su madre, tal cual lo expresa, no sabemos qué tipo de expectativas o esperanzas había comenzado a construir Juán Preciado, pero el hecho es de que al final esto es lo que lo hace decidirse por finalmente ir y comenzar su viaje.

Al llegar al pueblo, Comala, este ya no es mucho más que casas vacías y almas en pena, ahí Juán Preciado se entera que su padre ha muerto y que la mayor parte de los habitantes se han ido, o han muerto también, pero Juán Preciado que sólo puede ver el pueblo a través de la nostalgia con la que su madre siempre habló de éste, lo sigue encontrando bello y siente que tiene una conexión especial, por lo menos eso es lo que yo pienso, lo que siento, cuando cuando estoy leyendo la historia. Como anécdota aparte, en una canción del cantautor español Joaquín Sabina, este nombre nombre al pueblo nombra a Comala, él dice: en Comala aprendí que al lugar donde has sido feliz no deberías tratar de volver, cuando lean el libro tal vez pueden entender mejor la referencia, en fin, en Comala se encuentra con una serie de personajes, no sabe bien de estos personajes quién está vivo y quién está muerto nosotros, el público tampoco, no se sabe bien quien está vivo y que está muerto, pero es a través de los recuerdos de estos personajes que se va enterando de cómo era la vida de su madre, la vida de su padre y la vida del pueblo.

Al mismo tiempo, entre párrafo y párrafo y sin ningún aviso, tenemos saltos temporales a distintas épocas del pasado, en los que vamos viendo la historia de su padre, Pedro Páramo, y a través de esta, la historia del pueblo, lo vemos cuando era niño, cómo era la relación que tenía con su abuela, con el amor de su vida Susana San Juan, que es lo único que quizás nunca consiguió conquistar, la relación con su hijo Miguel, el único que reconoció y crió como tal, la relación con Dolores Preciado, la madre de Juan, y cómo y por qué se casó con ella, la relación con su padre Lucas Páramo, y vemos también cómo cuando murió este, a pesar de haber heredado deudas por todas partes, se las ingenia para zafar de todo, incluso llegar a convertirse en prácticamente el dueño del pueblo, también vemos la relación con sus trabajadores, con la iglesia y con las personas levantadas en armas contra el Estado en esta época. En lo personal y sin ser crítico literario ni mucho menos, lo que más me gusta del libro es lo mucho que expresa con pocas palabras, en los diálogos, por ejemplo, en dos o tres líneas de una conversación, uno puede darse cuenta de las desigualdades e injusticias sociales, uno puede llegar a entrever la manera de ver el mundo de esa gente, sus expectativas, sus resignaciones, y en los silencios de las conversaciones se puede casi sentir el polvo del lugar, las llagas de su tierra, el pasar del tiempo, que en realidad no pasa, sino que está como estacionado desde siempre, ahí, indiferente, entre las piedras y el calor... en fin, hay cientos de estudios, análisis, comentarios, bibliotecas enteras sobre Juan Rulfo y su obra para los que les interese, pero yo para no seguir divagando, ahora les les voy a leer un fragmento del libro y y espero que les guste.

Pedro Paramo - Juan Rulfo

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro

Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de otro modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte». Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.Todavía antes me había dicho:

—No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a

darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.

—Así lo haré, madre.

Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a

llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala.

Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias. El camino subía y bajaba: «Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja».

—¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?

—Comala, señor.

—¿Está seguro de que ya es Comala?

—Seguro, señor.

—¿Y por qué se ve esto tan triste?

—Son los tiempos, señor.

Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su

nostalgia, entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver: «Hay allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche». Y su voz era secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma… Mi madre.

—¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? —oí que me

preguntaban.

—Voy a ver a mi padre —contesté.

—¡Ah! —dijo él.

Y volvimos al silencio.

Caminábamos cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los burros. Los

ojos reventados por el sopor del sueño, en la canícula de agosto.

—Bonita fiesta le va a armar —volví a oír la voz del que iba allí a mi lado

—. Se pondrá contento de ver a alguien después de tantos años que nadie viene por aquí.

Luego añadió:

—Sea usted quien sea, se alegrará de verlo.

En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas. Y todavía más allá, la más remota lejanía.

—¿Y qué trazas tiene su padre, si se puede saber?

—No lo conozco —le dije—. Sólo sé que se llama Pedro Páramo.

—¡Ah!, vaya.

—Sí, así me dijeron que se llamaba.

Oí otra vez el «¡ah!» del arriero.

Me había topado con él en Los Encuentros, donde se cruzaban varios

caminos. Me estuve allí esperando, hasta que al fin apareció este hombre.

—¿Adónde va usted? —le pregunté.

—Voy para abajo, señor.

—¿Conoce un lugar llamado Comala?

—Para allá mismo voy.

Y lo seguí. Fui tras él tratando de emparejarme a su paso, hasta que pareció

darse cuenta de que lo seguía y disminuyó la prisa de su carrera. Después los dos íbamos tan pegados que casi nos tocábamos los hombros.

—Yo también soy hijo de Pedro Páramo —me dijo.

Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo cuar, cuar,cuar.

Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire.

Todo parecía estar como en espera de algo.

—Hace calor aquí —dije.

—Sí, y esto no es nada —me contestó el otro—. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija.

—¿Conoce usted a Pedro Páramo? —le pregunté.

Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza.

—¿Quién es? —volví a preguntar.

—Un rencor vivo —me contestó él.

Y dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad, ya que los burros iban mucho más adelante de nosotros, encarrerados por la bajada. Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el corazón, como si ella también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único que conocí de ella. Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas: hojas de toronjil, flores de Castilla, ramas de ruda. Desde entonces lo guardé.

Era el único. Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía que los retratos eran cosa de brujería. Y así parecía ser; porque el suyo estaba lleno de agujeros como de aguja, y en dirección del corazón tenía uno muy grande donde bien podía caber el dedo del corazón. Es el mismo que traigo aquí, pensando que podría dar buen resultado para que mi padre me reconociera.

—Mire usted —me dice el arriero, deteniéndose—: ¿Ve aquella loma que parece vejiga de puercos? Pues detrasito de ella está la Media Luna. Ahora voltié para allá. ¿Ve la ceja de aquel cerro? Véala. Y ahora voltié para este otro rumbo. ¿Ve la otra ceja que casi no se ve de lo lejos que está? Bueno, pues eso es la Media Luna de punta a cabo. Como quien dice, toda la tierra que se puede abarcar con la mirada. Y es de él todo ese terrenal. El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo. Y lo más chistoso es que él nos llevó a bautizar. Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no?

—No me acuerdo.

—¡Váyase mucho al carajo!

—¿Qué dice usted?

—Que ya estamos llegando, señor.

—Sí, ya lo veo. ¿Qué pasó por aquí?

—Un correcaminos, señor. Así les nombran a esos pájaros.

—No, yo preguntaba por el pueblo, que se ve tan solo, como si estuviera

abandonado. Parece que no lo habitara nadie.

—No es que lo parezca. Así es. Aquí no vive nadie.

—¿Y Pedro Páramo?

—Pedro Páramo murió hace muchos años.