Este pasaje de Santiago es una llamada de atención seria sobre el poder de nuestras palabras. Nos confronta con una verdad incómoda: la lengua es pequeña, pero tremendamente poderosa. Aunque se trate de un órgano físico muy pequeño, tiene la capacidad de dirigir vidas, destruir relaciones o sanar corazones.
Santiago compara la lengua con tres cosas pequeñas que controlan grandes fuerzas:
Así es la lengua: aparentemente insignificante, pero capaz de dirigir el rumbo de una vida, una familia, o incluso una iglesia. Las palabras pueden animar o destruir, inspirar o apagar, construir o derribar. No hay término medio: tus palabras son herramientas o armas.
Santiago advierte que la lengua también es peligrosa:
“...es un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal.” (v.8)
Podemos usar nuestras palabras para mentir, calumniar, herir, difamar, o predicar falsamente.
Incluso los que predican la Palabra de Dios, si no son responsables con su enseñanza, pueden escupir veneno espiritual y causar confusión y daño eterno.
Además, muchas veces usamos las palabras con doble moral: bendecimos a Dios en la iglesia, pero maldecimos a otros en casa o en redes sociales. Esta hipocresía es inaceptable a los ojos de Dios.
Las heridas por palabras duelen más que las físicas. Todos hemos sido marcados por comentarios hirientes, y también hemos herido a otros. Por eso Santiago señala que no podemos tomar a la ligera lo que decimos.
La lengua, aunque difícil de controlar, tiene un gran potencial para el bien:
Los Proverbios también lo confirman:
Sin embargo, Santiago aclara que nadie puede domar la lengua por sí mismo. No se trata de técnicas humanas, sino de una transformación del corazón. Solo Jesucristo puede cambiar lo que decimos, porque solo Él puede cambiar lo que somos. Cuando Él reina en nuestro corazón, nuestras palabras empiezan a reflejar Su carácter.