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Pasaron otra vez el Torrente Cedrón, le llevaron camino de Jerusalén, atado, entre voces y gritos, a toda prisa, a empujones, cayendo y levantándose, a golpes, como si fuera un ladrón. Iban camino de la casa de Caifás, sumo pontífice y juez supremo en lo eclesiástico del pueblo judío; era también presidente del consejo supremo que se llamaba Sanedrín, en el que se reunían setenta y un jueces, y, con el como presidente, eran setenta y dos. Debía de ser la media noche, porque después de la cena, cuando Judas salio «era ya de noche», y luego Jesús hablo largo rato, subieron al huerto, hizo oración, y después vinieron a prenderle; había pasado, pues, mucho tiempo. Los jueces, viejos y ancianos de aquel pueblo, estaban tan apasionados, que se reunieron a aquellas horas de la noche y celebraron consejo para no perder tiempo y para condenar cuanto antes al Salvador.

Entro Jesús en Jerusalén, gran Sacerdote del Nuevo Testamento, para ofrecer su vida en sacrificio agradable a Dios por la redención de todo el mundo. Empezó el proceso en casa del sumo sacerdote, donde se habían reunido los demás sacerdotes y letrados a esperarle. Pero los soldados y siervos que le llevaban le pasaron primero por casa de Anas, porque era suegro de Caifás. Se honraron así mutuamente el suegro y el yerno, deshonrando al Salvador. Anas, en cuanto se lo trajeron, «le envió, atado», como venia, «a Caifás» (Jn 18, 24), que era el pontífice, y a el correspondía llevar adelante el proceso. Caifás era el que, en la reunión anterior, «había aconsejado a los judíos que convenía que muriese un hombre solo para salvar a todo el pueblo» (Jn 18,14). El que había dado el consejo estaba dispuesto a ejecutarlo. En su casa ocurrieron todas las cosas que se cuentan de esta noche.

Aunque al prender a Jesús en el huerto todos sus discípulos le dejaron y huyeron después, Pedro, inquieto y preocupado por su Señor, «le iba siguiendo» para ver donde le llevaban, aunque «de lejos» por el miedo que tenia (Ml 26, 58). También siguió al Señor otro discípulo; quizá fuese Juan, o quizás algún ciudadano de Jerusalén de los que seguían su doctrina, y que por ser un hombre de importancia, tenia cierta amistad con el pontífice.

Entro el Señor con todo aquel tropel y gentío de
gente con los que había salido del huerto; es probable
que se hubiera unido mas gente, atraída por el ruido,
al pasar por las calles.

Luego, al entrar en la casa de Caifás, despacharían, bien pagados y contentos, al tribuno y a los soldados romanos, que habían sido la principal fuerza. Impedirían también la entrada a la gente que con deseo de saber lo que pasaba insistían en la puerta para poder entrar. Despejada la casa de la gente que no era de ella, se quedarían los jueces a puerta cerrada con el preso. Por ser de noche, y para que la casa quedara mejor guardada, estaba a la puerta una criada. El otro discípulo, como era conocido en casa del pontífice, entro. Pedro se quedo fuera, junto a la puerta. Al advertirlo el otro discípulo, hablo a la portera y dejo entrar a Pedro. Pedro entro en el palacio donde, por ser tan perseguida la verdad, el la negó.

Llevaron al Salvador a la presencia del pontífice. Pedro y el otro discípulo estaban ya dentro, y así fueron testigos de lo que allí ocurrió. Empezó el pontífice por examinar de una manera jurídica la causa de Je¬sús Nazareno; delante estaban también los sacerdotes y letrados. Al día siguiente por la mañana pretendía celebrar otro consejo, este ya pleno y legitimo, pero el de la noche fue por ver como podría enfocarse exactamente el asunto, y que pruebas había contra el Salva¬dor para poderle acusar y darle muerte. Le consideraban como engañador y alborotador del pueblo, que predicaba mentiras contra la Ley y la tradición. Especialmente el pontífice quiso examinar dos cosas: una, «sobre sus discípulos», quienes eran, cuantos, donde estaban y para que los había juntado; la segunda, «sobre la doctrina», que enseñaba, para ver si podía encontrar alguna mentira o calumnia en ella.

A la primera pregunta, sobre los discípulos, el Señor no respondió. Porque, como habían huido todos, escandalizados y avergonzados de El, y el único que estaba presente, Pedro, se encontraba allí lleno de miedo, ;que podía decir que fuera en defensa suya? Por otra parte, dado el motive por el que se le preguntaba, bastaba con responder sobre su doctrina, porque, siendo como era, buena y de Dios, no podía reunir discípulos para una finalidad mala. Así, callo a la primera pregunta, pero respondió a la segunda: «He hablado abiertamente ante todo el mundo» (Jn 18, 20), se podría sospechar que una doctrina es perniciosa si se habla a escondidas, pero «Yo siempre he ensenado en las sinagogas y en el Templo donde se reúnen todos los judíos, y no he hablado nada a escondidas». Aunque he hablado a solas con mis discípulos, para aclararles lo que hablaba en publico en parábolas, no les he enseñado nada distinto de lo que decía a las gentes, y no les enseñaba para que guardaran secreto sino para que lo transmitieran y lo enseñaran también a todo el mundo. Estas son las palabras verdaderas, las que pueden decirse a la luz, delante de Dios y de los hombres. Siendo esto así, «por que me preguntas» sobre mi doctri¬na pudiendo preguntar a tantos, y a quienes creerás mas que a Mi? «Inf6rmate de los que me han oído, que ellos saben bien que cosas he ensenado Yo».

Uno de los servidores que estaban allí tomo a mal esta respuesta, dicha con tanta serenidad y siendo cierta, le pareció que había faltado al respeto al sumo pontífice y que le había dejado en ridiculez. Quiso quedar bien ante el pontífice, y se encaro a Jesucristo diciéndole: «Así respondes al pontífice?», y le dio una bofetada.

A pesar de esta ofensa, hecha en publico y por un guardia o servidor del pontífice, el Señor no perdió la serenidad y hablo con la misma mesura que había hablado antes. Pensó Jesús que callar del todo ante una injuria tan reciente no era verdadera humildad, y que si lo era defenderse con entereza y serenidad, aquel que le dio la bofetada no solamente le ofendió en publico sino que además critico su respuesta, como si no fuera verdad, como si no fuera cierto que su doctrina era divina, y eso no lo podía callar el Señor. Serenamente, Jesús le hizo ver que mas grosero había sido el tratando mal al reo ante el juez, e in-justo, porque no había motivo para pegarle; e igualmente lo había sido el pontífice al permitir ese trato contra la ley, solamente porque se alegraba de que ofendieran a Jesús. Si aquel asunto se llevara con justicia y desapasionadamente, al servidor le competía dar testimonio de lo que estuviera mal, y al juez, oír y sentenciar, y nada más. Pero aquel no era un caso justo, sino nacido del odio y de la envidia.

Jesús respondió al servidor: Si en mi respuesta o en mi doctrina hay algo malo, dime que es, «si he hablado mal, dime en que, pero si he respondido bien, por que me pegas?». Di que es por otra cosa, pero no mientas al decir que me pegas porque he respondido mal.

Ninguna respuesta pudo ser mas acertada que esta, ni mas justa y oportuna. Pegar a Cristo..., merecería que la tierra se abriera y se tragara a ese infame. Pero el Señor fue paciente, venció con la bondad en vez de usar del castigo.

Quizá alguien pregunte:

Si esta causa se hubiera llevado con justicia, la respuesta del Señor hubiera sido aceptada como buena. Pero el juicio estaba viciado desde el comienzo, los jueces no eran imparciales, todos estaban dispuestos de antemano a darle muerte, y aquel proceso no era más que una formula para disimular su mala voluntad y su envidia; tenían miedo de los romanos, pensaban que si Cristo seguía actuando destruirían su nación y su Templo. Por eso buscaban testigos que testimoniaran contra El, aunque el testimonio fuera falso, les bastaba con que fuera suficiente para condenarle a muerte (Mt 26, 59). La vida del Señor no daba pie a encontrar lo que ellos buscaban, era necesario mentir. Muchos estaban dispuestos a presentarse como testigos falsos, unos por miedo a los sacerdotes, otros para congraciarse con ellos. Pero unos decían una cosa y otros otra, y se contradecían ellos mismos. Todo eran falsedades y mentiras basadas en murmuraciones. Decían que tenia pacto con el demonio, decían que quebrantaba las fiestas, decían que era comilón y bebedor, decían que era amigo de los publícanos y pecadores, decían que alborotaba al pueblo, decían que movía a la gente a que no pagara los impuestos, decían que blasfemaba..., solo una verdad decían, decían que se hacia Hijo de Dios.

Usaron de estos falsos testimonio para condenarle, pero no debían de estar bien expuestos porque se contradecían, ni eran suficientemente convincentes para poderle condenar a muerte.

Después, se presentaron otros dos testigos falsos y dijeron: «Nosotros le hemos oído decir: Yo puedo destruir el Santuario de Dios, y en tres días levantarlo» (Mt 26, 60). Este testimonio era evidentemente falso porque El no había dicho que podía destruir el Templo de Dios y menos que lo fuera a destruir, sino que, cuando lo destruyeran ellos, El construiría otro «no hecho por las manos del hombre». Además, El no hablaba del Santuario material, del Templo de piedra, sino del templo de su cuerpo (Jn 2,21), queriendo decir, y diciendo, que cuando le mataran, El resucitaría al cabo de tres días. Pero ellos torcieron el sentido de sus palabras: «Nosotros le hemos oído decir: Yo destruiré este Santuario hecho por hombres y en tres días levantare otro no hecho por hombres» (Me 14, 58). Pero además de ser falso el testimonio, no era suficiente para condenarle a morir.