
Se fue mas adentro del huerto con los otros tres: con Juan, Santiago y Pedro; pero también de estos tres se aparto «como un tiro de piedra» (Lc 22, 41). El Salvador empezó a sentir un terrible miedo y una angustia tan honda que le llenaban de tristeza. Necesito decírselo a los tres discípulos mas queridos: «Mi alma esta triste hasta la muerte», es una tristeza que me mata. Los evangelistas hablan de esta «tristeza» (Mr 26, 37) con diferentes nombres. La tristeza es un sentimiento que nace ante el dolor que uno esta sufriendo. Le llaman «pavor o miedo» (Me 14, 33), que nace del daño que uno espera sufrir. Ambas cosas, la tristeza con el miedo y el miedo con la tristeza, como si fueran dos pesadas losas, apretaron el corazón del Señor hasta hacerle sentir «angustia» (v. 33): «Comenzó a sentir miedo y angustia"
Tenía el Salvador muchos motivos de angustia y tristeza encerrados en su corazón, y los había sufrido durante toda su vida; pero en aquel momento su dolor fue aun más fuerte. Es verdad que Jesucristo veía a Dios con infinita claridad, y lo ordinario es que quien ve a Dios así no pueda sufrir ninguna pena, que su cuerpo y su alma gocen de una felicidad sin límites. Pero Dios quiso que Jesucristo sufriera para que pudiéramos ser redimidos: sufrió el dolor en su cuerpo, y sufrió tristeza y angustia en su alma. Demostró que era un verdadero hombre al sufrir, y al sentir y al conmoverse. No fue menos Salvador al padecer hambre, sed, cansancio y fatiga en su cuerpo; tampoco fue me¬nos Salvador al padecer tristeza, miedo y angustia en su alma. Padecía porque quería, y hubiera podido, con solo quererlo, dejar de sufrir; y este poder, no usado, no le quitaba su verdadera hombría, al contrario: su libre voluntad de no usar este poder, pudiendo, fue sin duda una singular e inexpresable tortura. Si un hombre tiene un terrible dolor físico y tiene también a su alcance una medicina eficaz que, con solo tomarla, le quita inmediatamente el dolor, y no toma esa medicina, decimos que si este hombre sufre es porque quiere.
Podemos decir también que, puesto que tiene dolor, es como los demás: débil y sujeto a sufrimiento. Igualmente el Señor: podía quitar inmediatamente el dolor de su cuerpo y de su alma; pero no tomo esa medicina de su poder divino, por tanto, es cierto que sufrió porque quiso. Y si tenía y sufría dolor, es que era como los demás hombres: débil y sujeto al sufrimiento. Padeció porque quiso, pudiendo impedir sus sufrimientos; demostró ser un verdadero hombre, porque sufrió como sufren todos los hombres. Y este, quizá, fue el desamparo del que se quejo en la cruz (Mt 27 46): “Dios mió, Dios mió, por que me has abandonado”
Una de las razones por las que Jesucristo quiso sufrir dolor en su cuerpo y en su alma fue para demostrarnos que era un verdadero hombre, con nuestra misma naturaleza, que sentía como nosotros la tortura y los insultos, que no era «de bronce y de piedra», como dice Job (6, 13).
Esto también puede aprovechar y consolar a los amigos de Dios: cuando sientan la fuerza de sus bajas pasiones, no deben desanimarse y pensar que han perdido la gracia de Dios. Estos sentimientos no son peca-do, sino manifestaciones de la natural debilidad del hombre. Esta debilidad quiso el Señor cargar sobre si mismo, haciéndose igual que nosotros — excepto en el pecado —, para que nosotros nos hiciésemos iguales a El en fortaleza y en la obediencia de la Voluntad de Dios. Sin duda alguna no hay mayor fortaleza donde e! esfuerzo es mayor, sino donde el sufrimiento por ese esfuerzo es mayor. Lo dice también San Ambrosio: «No deben ser considerados valientes los que mas heridas reciben, sino los que mas sufren por ellas». Quiso el Salvador participar como nosotros de los dolores del cuerpo y también de las tristezas del alma porque cuanto mas participase de nuestros males, mas participes nos haría de sus bienes. «Tom6 mi tristeza — dice San Ambrosio— para darme su alegría; con mis pasos bajo a la muerte, para que con sus pasos yo subiese a la vida».
Tomo el Señor nuestras enfermedades para que nosotros nos curásemos de ellas; se castigo a si mismo por nuestros pecados, para que se nos perdonaran a nosotros. Curo nuestra soberbia con sus humillaciones; nuestra gula, tomando hiel y vinagre; nuestra sensualidad, con su dolor y su tristeza.
Por todas estas razones, y otras muchas que no alcanzo a entender, nuestro misericordioso y amoroso Señor no solo quiso ser azotado en la espalda, abofeteado, clavado de espinas en la cabeza, y clavos en las manos y los pies, sino que también quiso sufrir tristeza y angustia en el corazón. Permitió que los enviados de las tinieblas le atormentaran; permitió a la tristeza que se adueñara de su corazón, porque había motivos suficientes para sentir tristeza.