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El Salvador recogió a sus discípulos, que le esperaban, y acompañado por ellos salio de la casa. Era de noche. Dejo atrás la Ciudad, la ingrata Ciudad que no le había reconocido, y subió camino del Monte de los Olivos (Mt 16, 30), hacia la otra parte del Torrente Cedrón, adonde (Lc 22, 39) solía ir por la noche para hacer oración. Mientras andaba, y mirándolos a todos, les dijo: «Todos vosotros os avergonzareis de Mi esta noche, y huiréis, y me dejareis solo cuando veáis lo que me sucede». El Salvador les hablaba de lo que en aquellos momentos hacia sufrir su corazón; les mostraba de antemano, como verdadero Dios, lo que había de ocurrir a El y a ellos. Les decía que iba a la muerte por propia voluntad, no a la fuerza ni engañado ni por ignorancia. Para animarles, les decía que volvieran a El después de haberle abandonado; que estuvieran seguros que El les perdonaría aquella debilidad. Que lo sabia antes de que sucediera, y que por eso se lo decía: A Mi no me va a sorprender que os avergoncéis de Mi y me abandones; se que ha de suceder. Hace ya muchos anos que Zacarías (13, 7) lo profetizo: «Heriré al pastor y el ganado se dispersara».

Vosotros andaréis como fugitivos, y asustados. Pero hay dos cosas que os pueden consolar: que Yo resucitare al tercer día de mi muerte, y que, después de resucitado, os esperare en Galilea, y allí me veréis, y al verme, os llenareis de alegría (S. AGUSTIN. De consens evang. I, 3, c. 2).

Dos veces había reprendido ya el Salvador a Pedro su excesiva impetuosidad; confiaba en si mismo mas que lo que debía; alardeaba delante de todos de que se dejaría encarcelar y hasta seria capaz de morir antes que abandonar al Maestro (In 13, 37). Y ahora volvía con la misma suficiencia, armado con una espada por si era necesario defender al Señor. Pedro no había tenido en cuenta que Jesús se refería a todos cuando dijo: «Todos os avergonzareis de Mi». Pensaba que el era una excepción; no se fijo en que Jesús decía siempre la verdad ni en que el era débil. Por eso protesto y dijo: «Aunque todos se asusten y se avergüencen de Ti, yo no me he de avergonzar». Pedro decía lo que sentía. Ya que el se singularizo así, a el particularmente dijo el Señor que no temía por que presumir así ni tener tanta confianza en si mismo; que olvidaba que El no mentía, y que, por tanto, no debía dudar: su profecía se iba a cumplir. «Esta misma noche, antes de que el gallo cante dos veces, tu me habrás negado tres» (Me 14, 30). Pero Pedro no acababa de creer que pudiera ser cierto, le parecía que ya era negar al Señor el simple hecho de no manifestar su determinación de seguirle hasta el final. Por eso insistió (Mt 16, 35): «No pienses, Señor, que mi amor es tan corto que me he de asustar al ver que te apresan para llevarte a la muerte; si es necesario morir contigo, moriré; pero no te he de negar».

Los demás apóstoles decían lo mismo y alardeaban de la misma manera.

Así, hablando, llegaron junto a aquel valle Hondo y sombrío que, por serlo tanto, le llamaban Valle de Cedrón (4 Reyes 23, 4). En lo más profundo pasaba un arroyo seco, por eso le llamaban también Torrente de Cedrón (Jer 31, 40). En la otra parte del torrente, a la izquierda, en la falda del Monte de los Olivos, estaba el Huerto de Getsemani que, por ser un lugar solitario y apartado, lo había elegido el Señor para hacer oración muchas otras veces (Jn 18, 2). Al pasar por el valle y el torrente los discípulos se esforzaban por parecer amistosos, pero es de suponer que estuvieran angustiados y con miedo. El valle era oscuro, y Hondo el torrente; los árboles espesos; se alargaban las sombras negras por los riscos y concavidades del monte; la soledad y el silencio eran grandes; la noche cerrada, y muy tarde ya, porque había pasado bastante tiempo desde que Judas salio, y «y ya era de noche»...

Habían hablado de traiciones, de deshonra, de torturas y de muerte. El efecto que todo esto pudo producir, en medio de aquella oscura soledad, en el animo de unos hombres débiles e indefensos es evidente.

Llegaron a la entrada del huerto y Jesús mando a ocho que se quedasen allí les encargo que velasen y que no se durmieran, que El iba a hacer oración y que ellos hicieran lo mismo para no caer en la tentación (Mt 26, 36).