
Cuando Judas salio del comedor donde habían cenado, empezó a moverse y a ordenar las cosas para apresar a Jesucristo. Fue de casa en casa hablando con los pontífices y los principales de la sinagoga, ofreciéndoles inmediatamente el cumplimiento de la palabra que les había dado, les explico que la ocasión era oportuna, y les indico lo que debían hacer para que no se les escapase. Como Judas no creía en Jesús, sino que le tenía por engañador y embustero, previno todo con exactitud para salirse con su intento. Consiguió del presidente «una cohorte» de soldados de su guardia (Jn 18, 12). Y pareciéndoles poca gente, los pontífices y fariseos mandaron que fuesen con ellos sus criados. E incluso decidieron que se hallasen presentes algunos «sacerdotes principales» (Lc 22, 52), que entre ellos eran considerados como personas de mucha autoridad porque habían sido sumos sacerdotes en anos anteriores. Iban también, para dar más importancia al hecho, muchos «magistrados del pueblo», que eran personas encargadas de la administración del Templo. Todos iban bien armados (Mt 26, 47), por lo que pudiera suceder: unos con «espadas»; otros, que podían menos, con «palos» y bastones. Llevaban muchas «hachas encendidas y linternas» (Jn 18, 3), no solo para no tropezar en la noche sino por miedo a que el Señor se ocultase en la oscuridad. Para juntar tanta gente y armar tanto alboroto, se puede suponer el interés que pondría Judas en que todo saliera adelante. En la Ciudad no podía haber pasado inadvertido tanto barullo y ruido. Se junto un ejercito de todo tipo de gente: judíos y gentiles, siervos y libres, eclesiásticos y laicos, militares y paisanos: todos estaban en esta noche para apresar al Señor, porque todos tenían que alcanzar la libertad, gracias a El.
Judas se hizo capitán de este ejercito. San Lucas dice que «uno de ellos, que se llamaba Judas, iba en primer lugar y delante de ellos» (22, 47). Y en los Hechos de los Apóstoles se dice que Judas «fue el capitán de los que prendieron a Jesús» (1, 16). Judas escogió la noche para evitar la resistencia que pudieran oponer las gentes que de día acompañaban a Jesús; con esto satisfizo en algo el temor de los pontífices, que por temor a la gente que seguía al Señor querían dilatar el prendimiento para después de la Pascua. Judas escogió el momento en que Jesús estaba fuera de la Ciudad; en el campo, para que estuviera mas solo, y lejos de quien le pudiese ayudar: porque «bien sabia el traidor aquel lugar, ya que muchas veces solía el Señor ir allí con sus discípulos» (Jn 18, 20). Judas proveyó a sus soldados de linternas y hachas, ¡tanto se escondió la Eterna Luz en nuestra carne mortal, que el poder de las tinieblas tuvo que ir a buscarle con linternas y hachas encendidas! Las armas que llevaban eran, es evidente, para asustar a quienes se les resistieran, y para pelear y conseguir apresar a Jesús si hacia falta usar la violencia. Judas les dio una serial, para que conocieran a la persona del Salvador, y para que, al hacerla, se lanzaran encima de El para prenderle; y esto es propio de quien hace de capitán. La señal que les dio fue el saludo habitual que se usaba entre amigos, que era besarle en la cara. Y fue además una serial propia de un trai¬dor, porque como hombre falso y con doblez, quiso conseguir dos cosas a un tiempo: entregarles al preso y quedar a cubierto ante su Maestro como si, al entrar en el huerto y darle un beso, fuera allá como un apóstol mas sin tener nada que ver con el asunto. Y, además, Judas les aviso diciendo: «Aquel a quien yo bese, ese es, cogedle y lleváoslo preso» (Mt 26, 48 y Me 14, 44). Como si dijera: Como es de noche, y muchos entre vosotros no le conocéis, no me extrañaría que os enganara y se os escapara; por eso, que nadie se mueva hasta que yo de la serial. Al que yo bese, ese es; cogedle en seguida y apresadle, y sujetadle bien, no sea que se os escape o que alguien le defienda y os lo quite. De esta manera prepararía Judas su traición, mientras los demás apóstoles dormían. Con lo que se ve que si los que siguen al Señor no son muy buenos, llegan a ser, como Judas, los peores de todos.
Salio el ejército guiado por Judas fuera de la Ciudad hasta el Monte de los Olivos. Iban los soldados de la cohorte y su tribuno con ellos (Jn 18, 12), y muchos pontífices y magistrados del Templo, y ancianos, y gente importante, acompañados de sus criados y siervos que les seguían. Las armas brillaban a la luz de las linternas y las hachas encendidas. Judas iba delante de todos; con tanto aparato como si fueran a pacificar la tierra prendiendo a un salteador de caminos o a un capitán de ladrones. Llegaron al huerto de Getsemaní el momento en que Jesús «estaba hablando» (Mt26, 47) con sus discípulos.
El Salvador quiso demostrar su divinidad, y que se entregaba porque quería. A pesar de que Judas había advertido con tanta puntualidad que con su serial conocerían quien era Jesús, sin embargo, no le conocieron hasta que El quiso darse a conocer, ni le apresaron hasta que El quiso dejarse prender, y tampoco Judas pudo ocultarse entre los demás apóstoles como parece que pretendía. Al acercarse Judas, el Señor se adelanto y le salio al paso: «!Dios te guarde, Maestro! Y le beso» (Mt 26, 49). El Señor, «pacifico con los que aborrecen la paz» (Sal 119, 7), se dejo besar por Judas. Y no solo lo hizo por mansedumbre sino para demostrar que, puesto que se entregaba por propia voluntad, no desdeñaba la se¬rial que había dado el traidor.
Tampoco perdió el Señor la ocasión para hacer el bien a quien le hacia mal. Después de haber besado sinceramente a Judas, le amonesto, no con la dureza que merecía, sino con la suavidad con que se trata a un enfermo. Le llamo por su nombre, que es serial de amistad, y le hizo ver la gravedad del delito que cometía. Y no riñéndole, sino preguntando con cariño: «Judas, con un beso entregas al Hijo del Hombre?» (Lc 22, 48). ¡Con muestras de paz me haces la guerra? Y aun, para moverle mas a que reconociera su culpa, le hizo otra pregunta, llena de amor: «Amigo, ¿A que has venido? (Mt 26, 50). Amigo, es mayor la injuria que me haces porque has sido mi amigo, y mas me duele el daño que me haces. «Porque si fuera un enemigo quien me maldijera, lo soportaría..., pero tú, amigo mió, mi amigo in-time, con quien me unía un amigable trato...» (Sal 54, 13). Amigo, que lo has sido, y lo debías ser; por Mi puedes serlo de nuevo. Yo estoy dispuesto a serlo tuyo. Amigo, aunque tu no me quieres, Yo si. Amigo, ¿por que haces esto, a que has venido?
Judas se emociono sin duda de ver que su traición era tan clara a los ojos de su Maestro, y se quedo confuso ante la serena amistad del Señor. Sin embargo, su mala conciencia triunfo, y se retire junto a los soldados que habían venido con el (Jn 18, 5). Aunque Judas había ya dado la señal convenida, los soldados no se movieron ni reconocieron al Señor. Porque no tenia que hacerse este prendimiento cuando ellos y como ellos querían, sino cuando y como lo tuviera dispuesto el Señor.
Viendo el Salvador que Judas se había retirado y que los soldados no acometían, como «sabia todo lo que había de suceder» (Jn 18, 4), no se escondió ni huyo, sino que «les salio al encuentro y les dijo: ¿A quien buscáis?». Ellos estaban tan ciegos que, teniéndole delante, no le veían. Y Judas, que estaba con ellos, no les dijo: Ese es. Y como si no hubieran visto la serial convenida, le respondieron: Buscamos «a Jesús Nazareno». Parecía que todos los preparativos habían sido inútiles, pero Jesús se dio a conocer: «Soy Yo». Fue su voz tan majestuosa e imponente, que, como si fuera un rayo, llenos de espanto y de terror, «retrocedieron todos y se cayeron al suelo» (Jn 18, 6), y Judas con ellos. Esta violenta caída fue como una representación de la que dio aquel día la sinagoga: con ella perdió el Templo y los sacrificios.
Los apóstoles se alegraron al ver el valor de su Capitán, que, al primer encuentro y con una sola palabra hizo caer a tierra a un ejército entero. ¡Dios era el que hablaba! Ante El no había cohorte ni tribuno ni solda¬dos ni armas. ¿Que hará cuando venga a juzgar?
Los soldados estaban en el suelo y Jesús les esperaba en pie. Luego se levantaron, y el Salvador les pregunto otra vez: ¿A quien buscáis?». Parece que atentan gran poder debían reconocer a Jesús y adorarle y servirle; pero no fue así: perseveraron en su intención de apresarle, y así continúa en ellos su ceguedad y no le conocieron; por eso, con la misma confusión respondieron: Buscamos «a Jesús Nazareno». El Señor advirtió su ceguera, y les respondió: «Ya os lo he dicho, soy Yo». Y, preocupándose por sus amigos, añadió: «Si me buscáis a Mi, no molestéis a ninguno de estos, dejadles que se vayan» (Jn 18, 18). Y no lo dijo en son de ruego, sino mandando; porque bien sabía el Señor que sus enemigos no iban a atender a sus ruegos, por eso se lo mando. Porque si no, como hubiera podido salir libre Pedro que con tanta audacia hirió a un siervo del sumo sacerdote? Pero todos oyeron el mandato de Jesús y obedecieron, y así se cumplió lo que estaba profetizado en la Escritura: «Padre, he guardado los que Tu me encomendaste, y no he perdido ninguno, excepto Judas», que se perdió por su culpa (Jn 17, 12).
Y es que Pedro actuó de esta manera: Entre aquella gente estaba Malco, siervo del sumo sacerdote, quien, por lo que había oído en casa de su dueño, tenia mas indignación que los otros contra el Salvador, y, así, debió de pensar que estaba bien que el lo demostrara delante de todos. Por eso, en cuanto el Señor se dio a conocer, Malco se adelanto a prenderle con más atrevimiento que los demás. Viendo los discípulos que la cosa se ponía grave, y que corrían peligro, preguntaron !Señor! atacamos con la espada?». Y es que llevaban dos espadas (Lc 22, 38). Mientras unos pedían permiso, Pedro no espero, sino que arremetió contra Malco y le dio con su espada en la cabeza que, como debía de llevar casco, la espada resbalo y vino a dar en la oreja derecha y se la corto (Jn 18, 10).
Jesús, al ver como intentaba Pedro defenderle, y también los demás, y que así parecería que iba a la muerte contra su voluntad, detuvo la lucha gritando: ¡Basta, basta ya!» (Lc 22, 51). No se olvido de su acostumbrada piedad, y quiso quitarles todo motivo de indignación contra El, así que se acerco a Malco, le toco la herida y le euro (Lc 22, 51). Esta es la caridad de Jesús, que domina sobre el odio de sus enemigos.
Después de haber curado la herida de su enemigo, corrigió la ignorancia de sus discípulos y testimonio con su palabra que se ofrecía a la muerte por propia voluntad y por cumplir el mandato de su Padre, como estaba profetizado en la Escritura. De paso, hirió también el corazón de sus enemigos dándoles a conocer el castigo a que se sometía por querer darle muerte: ¡Volved las espadas a su sitio! (Mt 26, 52), que ahora no es el momento de defenderse con las armas, aunque los enemigos nos ataquen con las suyas. «Yo os aseguro», y que ellos también lo oigan, «que el que a hierro mata a hierro muere». Yo no trato de huir de la muerte, sino que la acepto con amor, porque no me matan ellos sino la Voluntad de mi Padre. ¿Es que no quereís que beba el cáliz que me da mi Padre? (Jn 18, 11). Me basta con que venga de su mano para que lo tenga por dulce y lo beba con verdadera sed. Si Yo quisiera defenderme, que necesidad tendría de vosotros que sois pocos, y mal armados. Me bastaría con abrir la boca, pues «con solo pedírselo a mi Padre, me enviaría inmediatamente mas de doce legiones de Ángeles» que me defenderían (Mt 26, 53). Pero Yo no trato de defenderme. Esto que ocurre hace ya muchos siglos que fue profetizado, conviene que se haga así, si Yo me opongo, «como se van a cumplir las Escrituras?».
Aunque prendieron al Señor cuando El quiso, sin embargo, fue una deshonra para El, por ser una persona tan conocida por las gentes por sus virtudes, por los milagros que había hecho, por sus maravillosas palabras. Eso mismo es lo que había frenado a sus enemigos, por eso no le habían prendido antes: por miedo a las gentes que le seguían, «por miedo al pueblo, que le tenia por profeta y le quería» (Mt21,46). Y no le prendieron como a un profeta o a un hombre de bien, sino como a un malhechor o a un ladrón, que fuera necesario llevarle a empujones. El Señor paso por alto o disimulo muchas afrentas, pero esta vez no se callo: «Habéis salido a prenderme con palos y espadas, como si Yo fuera un ladrón» (Lc 22, 52). Así expreso su sentimiento por lo que hacían con El, y como seguían equivocados y ciegos, que le trataban como si hubiera vivido haciendo el mal. Y no fue así, sino que con mucha frecuencia, estaba públicamente entre ellos, en el Templo y en la Ciudad y no se escondía. Sin embargo, salieron a buscar al campo a quien se dejaba ver cada día por la Ciudad. Y fueron con armas y soldados, y El actuaba siempre pacíficamente. Necesitaron un traidor contra quien no hacia nada a escondidas y enseñaba en el Templo y en las plazas y a descubierto.
¿Por que no os atrevisteis entonces a prenderme? Lo habéis hecho ahora, de noche, como a un ladrón; pero tampoco hubierais podido si Yo no quisiera. Es que «ha llegado vuestra hora» (Lc 22, 53), y eso es lo que os permite prenderme; son las tinieblas las que os mueven, y su poder.
Con estas palabras, los demonios, y aquellos hombres servidores suyos, se encontraron de repente libres para hacer con El lo que quisieran. Y, todos a una, le echaron mano y le apresaron. Traían sogas y cadenas, para usar de toda la cautela necesaria, como Judas les había indicado. «Le ataron» (Jn 18, 12). Ataron al autor de la libertad. Quizás, muchos de los que le ataron, después dirían: «Rompiste, Señor, mis cadenas; te ofrecere un sacrificio de alabanza» (Sal 115, 16). Y lo harían con violencia, y con groserías. «Le echaron mano», dice San Mateo. Aquella chusma gritaría y lo iría empujando en medio de un vocerío descortés e insultante. Judas caminaría entre los sacerdotes y magistrados, comentando con ellos el buen resultado de su intervención, aunque «mejor le fuera no haber nacido».
Los apóstoles avergonzados y asustados de ver lo que pasaba, olvidándose de lo que habían prometido después de la cena, le dejaron, y huyeron todos (Me 14, 50).
Era tanto el ruido y alboroto que armaban los que llevaban al Salvador que, al oírlo, salio un joven, que quizá estuviera durmiendo porque iba cubierto con una sabana y desnudo (Me 14, 51). Trataron de coger-le, pero se quedaron con la sabana en las manos y el huyo desnudo. Así sucede muchas veces, que padecen más los hombres por huir de la cruz de Cristo que por seguirla. Jesús pide que se dejen todas las cosas y le sigamos, desnudos, como desnudo va El a la muerte. Por no seguirle, por no querer padecer con El, al final, con la muerte, ocurre lo que no quisimos: quedamos desnudos y vacíos de todas las cosas terrenas y lejos para siempre de los bienes eternos.
Los apóstoles, desperdigados por diferentes sitios, quizá se reunieran en la casa donde habían cenado, y allí contaron a la Madre todo lo que había sucedido en el huerto. Le explicarían como se habían llevado a su Hijo, y la Virgen Maria quedaría herida de un profundo dolor, aunque conforme y rendida a la voluntad de Dios.