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Fueron muchos, sin duda, los motivos de tristeza que tuvo el Salvador; y ya que no quiso impedirlos, actuaron con tanta fuerza en su corazón que El mismo pudo decir que le habían llevado hasta el borde de la muerte.

Jesús estaba cansado de aquel día. Por la mañana fue a pie desde Betania a Jerusalén, donde celebro con sus discípulos la cena del cordero pascual, les lavo los pies, instituyo el Sacramento de la Eucaristía y les dio de comulgar a todos; luego hablo largo rato, procurando por todos los medios posibles animarles y consolarles; se olvido de si mismo para preocuparse de ellos, ocultándoles su propia pena para no aumentar la suya. Se deshizo en esta gran tarea de entrañable caridad. Recordad como les hablaba: les llamo «hijitos míos, mis amigos»; les llamo escogidos y compañeros de sus penas y tentaciones; les dijo que debían estar mas unidos a El que lo esta el sarmiento con la vid. Les decía que el dolor iba a ser breve, y la alegría grande; que iba a enviarles el Consolador, el Espíritu Santo, para que estuviese siempre con dos, defendiéndoles y enseñándoles. Que El abría el paso peleando y recibiendo en su cuerpo las heridas, que así, ellos alcanzarían luego la victoria del mundo. Les dijo por ultimo que les dejaba, que volvía a su Padre, y que esto era para El una felicidad tan grande que, si ellos de verdad le amaban y le querían bien, debían alegrarse con El. Que se marchaba, pero que iba a prepararles su sitio, y que luego volvería, y que se los llevaría con El para acomodarles en la casa eterna del cielo.

Había también sufrido por Judas, tan cerca de El en la cena. Había luchado con la dureza de su corazón, unas veces con leves insinuaciones o con palabras claras y directas, otras con muestras de particular amistad y cariño, y no le pudo vencer. Esto le daría tanta pena como suele dar el que un amigo se convierta en traidor; y eso fue lo que dijo varias veces aquella noche, hasta el punto de no poder ya disimular su tristeza.

Se había despedido de su Madre, y el dolor con que ella se quedaba le desgarro el corazón.

Y en todas estas cosas había procurado dominarse, poner buena cara, disimular lo que pasaba por dentro, para consolar a los suyos y cumplir con el deber de aquella ultima cena. Pero como la tristeza encerrada aun hace mas daño al que la sufre, porque busca por donde salir y tener un alivio y un desahogo, cuando el Señor se vio solo en el huerto, lejos de los ocho apóstoles que había dejado a la entrada, rompió a llorar; mostró toda su amargura, deseaba descansar el corazón, consolarse con el amor y la lealtad de los tres discípulos mas queridos. Y fue a ellos a quienes dijo: «Mi alma esta triste, hasta el borde de la muerte».

No era menor la pena que le producía ver la mala voluntad de sus enemigos. De su odio nacía el deseo de matarle, de inventarse injurias y nuevas maneras de torturarle, de burlarse de El en medio de su angustia. Era como si los enemigos triunfasen sobre El, caído y abandonado de Dios: «Dios le ha desamparado, perseguidle, cogedle, que no hay nadie que le salve» (Sal 60, 11). Esta sensación de verse pisoteado por sus enemigos, de que había llegado el momento de volcar su odio contra El, hacia que llamara al Padre Eterno en su ayuda: «Mira, Señor, mi tristeza; mira como mi enemigo se ha levantado contra mi» (Lam 1, 9).

Y si el oír bramar a un toro o rugir a un león produce ya miedo, aun estando protegido, con solo imaginar lo que haría esta fiera si estuviera libre, pensad en la angustia que produciría al Señor verse rodeado de tanta gente furiosa como fieras, y libres de poder hacer con El lo que su odio les dictara. Porque, ciertamente, su pueblo, querido y elegido por El, se revolvió contra Cristo con la fiereza de un león; así lo indica el profeta cuando escribe: «Mi pueblo se convirtió para mi en un león salvaje; lanzo su rugido contra mi» (Jer 12, 8).

A este odio de los sacerdotes principales y a esta mala voluntad de los poderosos del pueblo se refiere aquella profecía del salmo: «Me rodeo un gran numero de novillos; me cercaron toros enormes; abrieron contra mi sus bocas rugiendo como leones rapaces» (21, 13).

El Señor conocía ya antes esta mala voluntad de sus enemigos, que habían de ser sus jueces; conocía todos sus planes y los pasos que iban a dar para condenarle. Muchos años antes, el profeta Jeremías lo pondera muy especialmente, como algo que iba a causarle un gran dolor y sufrimiento: «Tu, Señor, me lo dijiste y lo supe; me hiciste saber sus maquinaciones. Yo quede entre ellos, como un manso cordero al que llevan a la muerte» (11, 18).

Supo, además, el Señor que, al encontrarse rodeado por aquellos enemigos sin poder escapar —ni quererlo—, iba a ser abandonado también de sus amigos. No tendría ya quien le defendiese ante las calumnias y acusaciones, nadie abogaría por su causa; entre aquella gente, a nadie le importaría que muriera. De esto se quejaba El cuando decía: «Miro a mi derecha y veo que no hay nadie que se preocupe por mi; no tengo escapatoria, no hay nadie que me defienda» (Sal 141, 5).
El mismo expresa la angustia de este desamparo de los amigos: «Me deshice como el agua; se descoyuntaron todos mis huesos. Mi corazón es como cera que se derrite en mis entrañas» (Sal 21, 15).

Tenía la muerte muy cercana, y veía en su imaginación todo el dolor que iba a sufrir, el tormento y la crueldad de la cruz. La imaginación muchas veces asusta mas que la misma muerte, por eso a los conde-nados suelen taparles los ojos para que no vean ni el sitio ni el instrumento de su ejecución; se procura también distraer a los condenados de su obsesión de la muerte por evitarles un poco la terrible ansiedad y el pavor de la espera. Pero el Salvador no tuyo a nadie que le aliviara, nadie tuvo misericordia de El en aquella impaciente tensión de un condenado a muerte. «E1 agua de la tribulación entro hasta lo mas hondo de mi alma» (Sal 68, 1).

No podía dejar de pensar en la apasionada injusticia de los que iban a ser sus jueces, en la burla que iban a hacer de su afirmación de Hijo de Dios. Hasta los mismos esclavos le atarían para azotarle. Pensaba en el tropel de gente que le insultaría por las calles, camino de la casa del Pontífice. Los sacerdotes iban a presentar testigos falsos; le escupirían, le darían bofetadas, se reirían de El...

Venia a su imaginación el momento en que Pilato, por miedo y por respeto humano, le remitiría a Herodes; y Herodes le trataría de loco ante sus cortesanos. Devuelto a Pilado, le haría azotar; los soldados le clavarían una corona de espinas para burlarse de su realeza, de El, verdadero Rey de los hombres. Su corazón le daba vuelcos cuando pensaba en la sentencia pregonada públicamente por Pilato: condenado a muerte, y de cruz. Oía los aullidos de la gente fuera de si. Y todo eso lo verían sus amigos, las mujeres que le habían seguido, su misma Madre... No es posible ver tan claramente, y de antemano, el propio dolor y humillación y vergüenza, y no morir de tristeza.

Le era imposible apartar de su mente aquel terrible lugar: el Calvario. Vio como iba a ser crucificado, como era levantado en la cruz. Desnudo a la vista de todo el mundo. Rebajado a la categoría de un vulgar salteador de caminos, se veía allí, clavado, entre los dos ladrones. Durante mas de tres horas iba a estar allí, colgado en la cruz, desamparado de sus amigos, insultado por sus enemigos. Su Madre le vería, oiría su desgarrador grito de agonía.

No podemos pensar que alguno de estos sufrimientos se le escatimaran al Señor, no debemos pensar que algún sufrimiento le resultara fácil. Fue tanto el dolor que sintió que, de espanto, empezó a temblar y a aterrorizarse (Me 14, 33. Mi 26, 37). «Comenzó a sentir pavor y angustia». «Comenzó a entristecerse y a angustiarse».

Para descansar un poco con sus tres amigos, les dijo: «Mi alma esta triste, hasta el borde de la muerte». Tengo angustia y tristeza de muerte. Siento tanto dolor que estoy a punto de morir. Me muero de tristeza... Quedaos un poco aquí, os lo ruego, quedaos conmigo. Despertaos, no os durmais. Hacedme compañia (Mt 26, 38).