
Con la negación de Pedro aún creció más el dolor del Señor en aquella noche. Pedro era uno de los apóstoles mas queridos, y estaba avisado ya de la tentación que iba a tener, pero, a pesar de eso, le negó, y no una vez, sino tres, y juro que no le conocía.
La primera vez que dijo no conocer a Jesús parece que fue después de la medianoche. La portera dejo entrar a Pedro, gracias a la intervención del otro discípulo, y el se sentó en el atrio junto al fuego que habían encendido por el frió que hacia (Me 14, 66 y Jn 18, 18). Allí estaba con los servidores y criados calentándose al fuego, cuando la portera le pregunto: Y Pedro negó conocer a Jesús, y se salio del atrio, y el gallo canto por primera vez. Y el primer canto del gallo suele ser a la medianoche o a la una.
La tercera negación debió de ser sobre las cuatro de la madrugada, porque todos los evangelistas dicen que, al negarle por tercera vez, el gallo canto, y San Marcos dice que era la segunda vez que cantaba, y el segundo canto de gallo suele ser poco antes del amanecer, es decir, alrededor de las cuatro de la madrugada.
La segunda negación fue como una hora antes de la tercera, como dice San Lucas: «Pasada como una hora...» (22, 29), por tanto, eran las tres poco mas o menos. El Salvador había dicho a Pedro que le negaría tres veces antes de que el gallo cantase dos; se refería el Señor a los dos momentos en que el gallo canta: uno después de la medianoche, y el otro antes de amanecer. Todo ocurrió muy de prisa: de la noche a la mañana, como se suele decir; para indicar el tiempo que pas6 desde la primera negación a la segunda, San Lucas dice: «Poco después» (12, 58), y San Marcos dice lo mismo —«poco después»— para
referirse al tiempo que paso entre la segunda y la tercera negación.
Ocurrió en el atrio, que era como el patio común de las casas; y allí estaban los soldados de guardia y los demás criados de los sacerdotes que se habían reunido en la casa del pontífice. En estos patios no hay techo, sino que dan a cielo descubierto, por eso tuvieron que encender fuego, y así se calentaron a esas horas frías de la madrugada.
No debe confundir el que unos evangelistas digan que Pedro estaba fuera y otros que estaba dentro: estaba fuera de la sala donde se juzgaba a Jesús, pero estaba dentro porque había entrado en la casa del pontífice. San Mateo dice que «Pedro estaba fuera, en el atrio» (Mt 26, 69).
También sabemos que la sala donde estaban procesando a Jesús era una habitación en el piso alto de la casa, porque San Marcos dice: «Pedro estaba abajo, en el atrio» (Me 14,66).
Como puede ser entonces que, como dice San Lucas, Jesús mirara a Pedro si El estaba arriba y Pedro en el atrio? «E1 Señor se volvió y miro a Pedro» (22, 61). Le miro cuando ya le había negado por tercera vez, y fue después que juzgaron al Salvador: pudo mirarle cuando le trasladaban de la sala de la audiencia a otro sitio de la casa o bien pudo ser que mientras los criados se reían del Salvador, Pedro fuera a ver que ocurría y entonces el Señor le mirara.
Pudo ocurrir así: Terminaron los sacerdotes de juzgar al Señor y se marcharon a sus casas. Trasladaron al Señor a otra habitación de la casa donde debían guardarle hasta la mañana siguiente. El sumo sacerdote se había ido a dormir; en la casa no quedaban ya más que los criados y guardas de ella. Todos estaban en el atrio, calentándose al fuego. Hartos y cansados ya de burlarse del Salvador, con frió, con sueno, se iban turnando en la guardia de Jesús. En estos momentos Pedro afirmo no conocerle. En torno al fuego, unos esta¬ban de pie, otros sentados. Y Pedro, como quien esta enfriado del amor de Cristo, se calentaba junto al fuego de los enemigos de Cristo. Muy pronto apetece el consuelo sensible a aquel que ha dejado el amor de Dios.
La portera que le había abierto, «al verle sentado junto al fuego», le dijo: ¿Eres tu, acaso, de los discípulos de ese hombre?». Y, antes de que Pedro pudiera contestar, se fijo mas en el y añadió: ¿Si, seguro que eres uno de los que andaban con Jesús Nazareno!». Y vuelta a los demás les dijo: «Este es uno de los que andaban con El» (Lc 22, 56).
Pedro, sintiéndose acosado por esa mujer ante tanta gente que le miraba, lleno de miedo, negó «ante todos» ser un discípulo de Jesús, y dijo: «No lo soy ni le conozco. Ni se ni entiendo lo que dices, mujer» (Mt 26, 70. Jn 18, 17. Lc 22, 57. Me 14, 68).
¡Pedro, Pedro! Y hace muy poco decías: «Aunque todos se avergüencen de Ti yo no me avergonzare, y si es necesario morir contigo, yo no te negare» (Mt 26, 33 y 35). No estas en peligro de muerte, ni te juzga el jefe de los romanos ni el sumo sacerdote de los judíos, no te amenazan los soldados, ¿Cómo entonces te asustas y no sabes responder con valentía a una portera? Presumiste sin fundamento, Pedro; eres un hombre débil, y ante una pequeña ocasión, sin la ayuda de la gracias, eres vencido.
Se pusieron en pie los que estaban allí, y Pedro, para disimular, se puso también en pie y se acerco mas al fuego para calentarse. Pero no estaba tranquilo, tenia miedo, y se alejo de ellos y «salio fuera» del atrio, «al zaguán» de la casa (Jn 18, 18 y 25. Me 14, 68). Estando allí, el gallo canto por primera vez.
Debía de ser grande el ruido y trajín que habría en aquellos momentos: unos entraban, otros salían, todo el mundo hablaba y daba su opinión o preguntaba sobre lo que había ocurrido aquella noche. Pedro intentaba no ser visto para que no le reconocieran, y a la vez deseaba saber que ocurría con su Maestro. Estaba inquieto después que había mentido diciendo que no era discípulo de Jesús ni le conocía y no sabía donde ni como ponerse: unas veces se sentaba, otras se ponía de pie, unas veces intentaba escuchar acercándose a los grupos de criados, otras se alejaba y salía del atrio hacia el portal, volvía a entrar, sobresaltado, nervioso.
«Poco después», una de las veces en que iba hacia la puerta del zaguán, se fijo en el otra sirvienta de la casa, y dijo a la gente que estaba allí cerca: «Este es de los que estaban con Jesús Nazareno!» Pedro se volvió a sentar entre los demás junto al fuego, y le preguntaron: «,;Es verdad que eres de los discípulos de ese hombre?». Pedro dijo: «No, no lo soy». Un criado, que le miraba fijamente, le dijo: «Seguro que eres uno de ellos». Pedro hizo como que se enfadaba: «Déjame en paz, hombre, he dicho que no lo soy!». Y juro no conocer a Jesús.
Pedro debiera haberse ya marchado la primera vez que le negó, debiera haber abandonado aquella compañía y conversación que tanto mal le hacia. Pero como continuó allí, su pecado y su culpa fueron mayores. La primera vez solo mintió, pero ya la segunda vez juró. Es un ejemplo para nuestra propia debilidad: debemos huir de las ocasiones de pecado para no caer en el. Pero Pedro se quedo junto al fuego, y su tercera negación aún fue peor que las dos primeras.
«Como una hora después» (Lc 22, 59), uno de los que estaban allí comento: «Estoy seguro que este hombre andaba con El, se nota que es Galileo». Los demás repitieron lo mismo: «Seguro que tú eres uno de ellos, porque se nota que eres Galileo, y eso no lo puedes negar porque se ve en tu modo de hablar» (Me 14, 70; Mt 26, 73). Esto lo decía porque los galileos tenían un acento especial que les distinguía de los demás judíos. Pedro insistió en que no era discípulo del Señor, pero «uno de los criados del pontífice, pariente de aquel al que Pedro había cortado la oreja, le descubrió: No lo puedes negar, yo mismo te vi en el huerto cuando estabas con El». «Pero, hombre, ¿que dices? ¡No te entiendo!». Pero como ya no le creían, «empezó a jurar y a maldecir», y grito: «Yo no conozco a ese hombre!». «Inmediatamente, el gallo canto». Eran como las cuatro de la madrugada.
No ocurrió lo que Pedro había dicho: «Daré mi vida por Ti», sino lo que el Salvador había asegurado: «Me negaras tres veces». Todos los evangelistas cuentan las tres negaciones de Pedro.
Jesús se acordaba de Pedro, que estaba tan olvidado de El, y le echo una mano para que se levantara de su caída: le miro. «El Señor se volvió y miro a Pedro» (Lc 22, 61). Pudo ser que coincidiera aquel momento con la terminación del proceso y estuvieran bajando al Señor a otra habitación. Y, si no fue así, pudo ser que el mismo Pedro subiera al piso de arriba para ver que hacían con el Señor. A pesar de que el Señor estaba sufriendo de aquella manera, le ayudo, mirándole. Miro el Señor a Pedro y, con su mirada, Pedro entendió lo que le quería decir, y se acordó de lo que había dicho y el no quiso creer: «Esta misma noche, antes de que el gallo cante dos veces me habrás negado tres».
Y, «saliendo fuera, lloro amargamente» (Lc 22, 62). Conoció la gravedad de su culpa y la bondad del Señor a quien había ofendido. Lloro con amargura porque las lágrimas nacían de la dulzura del amor de su Maestro. El había afirmado en otra ocasión que Jesús era el Hijo de Dios vivo, y ahora, por miedo, había negado conocerle. Lloraba amargamente porque se acordaba de todos los beneficios que había recibido del Señor, como le había distinguido sobre los demás compañeros; se acordaba de que le había avisado y el, en cambio, en un momento, había hasta jurado no conocerle. Aquel juramento y aquellas maldiciones que echo delante de todos le quemaban las entrañas, y por eso lloraba a lágrima viva. Fue tanto su dolor que, des-de aquel dia, todas las mañanas, al oír el canto del gallo se sobresaltaba y le daba un vuelco el corazón, y durante muchos días lloro al acordarse. «Empezó a llorar», dice San Marcos, como si aquel fuera solo el comienzo y su llanto continuara mucho tiempo después.
Quedo Pedro tan herido con la mirada del Señor, que ni pudo retractarse públicamente de su mentira. Quedo tan arrepentido que solo pudo echarse a llorar. Con aquella caída fue ya mas humilde y menos con-fiado en si mismo, no quiso poner a riesgo mas veces su flaqueza. Así pudo enseñar a los demás a evitar las ocasiones de pecar, y enseño la verdadera fortaleza, la que viene de Dios.
No quiso echarse allí mismo a los pies del Señor pidiéndole perdón, quizá le pareciera demasiado atrevimiento conseguir el perdón tan pronto, quizá quiso pedirlo primero con sus lagrimas y su penitencia. Sola-mente lloro y no dijo ninguna excusa, callo y lloro, y así lavo su culpa, con lágrimas. Y para llorar mejor se salio fuera. Se alejo del palacio donde había cometido el pecado. ¿A donde iría a consolarse sino a la Virgen Maria, refugio de los pecadores, para contarle su tristeza y amargura? Ella le consoló y le dio la firme esperanza de alcanzar el perdón de su Hijo.
No sin motive permitió el Señor que la piedra fundamental de su Iglesia pecara y flaqueara así. Podemos aprender con esto que nadie debe confiar presuntuosamente en si mismo, pues un apóstol tan privilegiado y tan querido cayo. Tomemos el aviso que nos da San Pablo: «E1 que piensa que esta en pie, fíjese bien, no sea que se caiga» (1 Cor 10, 12). También podemos aprender de lo ocurrido a Pedro que nadie debe desconfiar de Dios, por perdido que este, pues Pedro, habiendo cometido un pecado tan grande, volvió a la primera amistad gracias a sus lágrimas y a su penitencia, y al amor de Dios. Fue hecho príncipe de los apóstoles, cabeza de la Iglesia, Pastor del rebano de Cristo, depositario de las llaves del reino de los cielos. También San Agustín da otra razón, dice: «Me atrevo a decir que es provechoso a los soberbios caer en algún pecado claro y evidente, por el cual se vean tal como son, pecadores, pues con su soberbia ya habían pecado. Mas pecador se vio Pedro cuando lloro su culpa que cuando presumía de su fidelidad». Y San Gregorio aun da otra razón: «Para que aquel que iba a ser Pastor de la Iglesia aprendiese por si mismo como debía comprender las debilidades ajenas y compadecerse de ellas. La misericordia que uso el Señor con el fue grande y digna de ser siempre recordaba: el Señor mira a su amigo que le ha negado para salvarle, y le da la mano para que no se pierda. Así fue de piadoso el Señor con el para que el lo fuera con las ovejas del rebaño que le iba a encomendar, para que no desamparase a nadie por muy enfermo o rebelde o perdido que estuviese».