Desde que entré en este mundo de la prensa católica, he escrito para todos: para los tristes, para los alegres, los solteros, los casados, ahora –por una especial gracia de Dios- escribo para mis estudiantes. Unos jóvenes maravillosos a quienes agradezco la oportunidad que me han dado para mostrarles el rostro de ese Dios en quien creo. Un Dios que es amor, que no le gusta que vivamos nuestra fe por obligación sino por convicción.
Al escribir estas líneas quiero animarlos a seguir con alegría y obediencia esta gran aventura que hemos comenzado; la aventura de redescubrir nuestra fe. Por eso, este pequeño escrito lo dedico -con mucho aprecio- a mis alumnos del David Perkins School. Chicos, chicas, ánimo, ¡Dios es alegre! ¡Abran su Corazón a Cristo!.
¿SE ACUERDAN DE LOS QUE HEMOS HABLADO EN CLASE?
En clase hemos hablado mucho de lo que son las elecciones humanas. Cada hombre y mujer que habita en esta tierra, se enfrenta cada día a un sin fin de elecciones. Unas trascendentales y otras menos importantes. El asunto es que estas elecciones pueden hacernos felices o, por el contrario, sumirnos en la infelicidad.
Ver un poco los frutos de las lecciones vitales de otros ha sido algo en lo que hemos trabajado duro en las últimas dos semanas; ahora veremos otra de esas elecciones personales que marcó el destino de miles de personas con el doloroso signo de la muerte.
Hace algunas décadas, al inicio del siglo pasado, el odio demencial del Nazismo tiñó de sangre al pueblo de la Antigua Alianza. Miles de judíos fueron asesinados en los terribles campos de concentración; muchos fueron torturados, mutilados, ahogados en cámaras de gas y luego quemados en hornos. Al contemplar semejante barbarie, es lógico hacerse la pregunta que hace poco me hizo uno de mis estudiantes, Mario, de octavo grado: ¿Por qué Dios permite tal sufrimiento?
El sufrimiento humano es algo que no se entiende fácilmente, mucho menos se acepta. Sin embargo, acontecimientos como el Holocausto Judio, no aparecen en nuestra historia para que los comprendamos sino para interpretar en ellos el alcance de las decisiones humanas. Una mente perversa había decidido que los judíos debían ser exterminados y con ello miles de inocentes fueron condenados
¿Qué podemos aprender de todo esto? Será la pregunta que abordaremos en clase. Mientras, quiero que sepan que esta misma barbarie que destruyó la vida de tantos inocentes, inspiró la compasión y la misericordia en millones de seres humanos que se sintieron profundamente tocados por el dolor de Israel, la tragedia de los judíos.
Ariel Ramirez, músico argentino, fue uno de ellos. En un viaje que realizó a Europa, se hospedó en un convento de religiosas que vivieron muy de cerca el dolor de los judíos. A menos de un kilómetro de su convento existió uno de los más sangrientos campos de concentración. Al escuchar el testimonio de estas religiosas, Ariel quiso componer un tema, una canción que repara y consolara el dolor de estos miles de inocentes.
El tema que he escogido para esta reflexión que ahora les presento hace parte de una obra conocida como “Misa Criolla”, y el nombre de la canción es “Kyrie”; dentro de la liturgia católica es un canto que hace parte del rito penitencial.
Ahora quiero invitarlos a leer lo que el mismo Ariel Ramírez -compositor del tema que ahora van a escuchar- dijo acerca de su obra:
“En Roma había conocido al Padre Antuña, estudioso prelado de Argentina, quien me presentó al Padre Wenceslao van Lun, un holandés con quien nos entendíamos en un italiano básico pero eficaz, y al mismo tiempo bastante divertido. Van Lun me llevó a Holanda y desde allí me recomendó a un convento en Würzburg, una pequeña y hermosa localidad a unos 100 km. de Franckfurt. Todos los seminaristas hablaban alemán, salvo dos monjitas que estaban a cargo de la cocina y a quienes el Padre van Lun me presentó para ayudar a comunicarme, pues suponía que entendían español. La realidad era que las hermanas Elizabeth y Regina Brückner habían vivido en Portugal, y algo de español entendían, lo cual fue para mí una salvación en todo sentido: por fin podía dialogar y, por añadidura, desde ese día, empecé a comer con ellas, directamente en la mesa de trabajo de la cocina.
Frecuentemente, desde la ventana de la cocina, contemplaba el magnífico paisaje semiboscoso, gloriosamente verde, con una enorme casona que a lo lejos se dibujaba de blanco con las últimas nieves de la primavera. Tanta belleza me producía sentimientos exultantes y, desde mis jóvenes años, me parecía estar un paso más arriba de la tierra.
Ellas no compartían mi entusiasmo. No podían olvidar que esa casona y las tierras más distantes habían sido parte de un campo de concentración donde hubo alrededor de mil judíos prisioneros.
Desde la distancia, las monjitas me contaron, podían imaginar el horror y el miedo. Sólo en voz muy baja llegaban noticias acerca del frío y del hambre. Una estricta regla castigaba con la horca -sin más trámite- a cualquiera que ayudara o simplemente tomara contacto con aquellos que esperaban su trágico destino.
Pero Elizabeth y Regina habían elegido la misericordia y habían sido formadas para el valor, de modo que, noche tras noche, empaquetaban cuantos restos de comida podían y se acercaban sigilosamente al campo para dejar su ayuda en un hueco debajo del alambrado.
Durante ocho meses ese paquete desapareció cada día. Hasta que un día nadie retiró el paquete y tampoco los siguientes, que se fueron acumulando. La casa estaba vacía y los rumores esparcieron la noticia acerca del traslado de los prisioneros. El temido viaje se había iniciado una vez más. Al finalizar el relato de mis queridas protectoras, sentí que tenía que escribir una obra, algo profundo, religioso, que honrara la vida, que involucrara a las personas más allá de sus creencias, de su raza, de su color u origen. Que se refiriera al hombre, a su dignidad, al valor, a la libertad, al respeto del hombre relacionado a Dios, como su Creador.
Un día de 1954, tal vez del mes de mayo, estando en Liverpool, no puede resistir la tentación de subir a un barco, el Highland Chefstein, que iba a Buenos Aires donde me esperaban mi hija Laura, de cinco años y mis viejos, que superaban los setenta. Me había convencido que en dos meses regresaría al lugar donde ya había decidido afincarme para siempre, pero el destino me reservaba otro rumbo. En aquel barco que atravesaba el Atlántico hacia el sur, empecé a rememorar el relato de las hermanitas Brückner y a pensar en toda la solidaridad humana, todo el amor que había recibido, de parte de gente extranjera con la que apenas podíamos comunicarnos por el desconocimiento mutuo de nuestras lenguas. Me conmovía pensar en que todo lo que recibí fue exclusivamente por amor a mi música y a mi persona, hasta que comprendí que sólo podía agradecerles escribiendo en su homenaje una obra religiosa, pero no sabía aún cómo realizarla”.
Al regresar a Argentina, todo se transformó en mi vida, mi carrera había crecido y mis canciones comenzaron a ser muy populares, poco a poco comencé a ser Ariel Ramírez... con el tiempo Europa quedó muy lejos... pero mi pensamiento seguía centrado en la idea surgida en el Atlántico. En esta búsqueda comencé a reunir información, y es así que tiempo después me encontré con el Padre Antonio Osvaldo Catena (link a texto), amigo de la juventud en Santa Fe, mi ciudad natal, quien fue realmente el que transformó la base de lo que yo había escrito pensando en una canción religiosa, en una idea increíble: la posibilidad de componer una misa con ritmos y formas musicales de esta tierra. El padre Osvaldo Catena era en 1963 Presidente de la Comisión Episcopal para Sudamérica encargada de realizar la traducción del texto latino de la misa al español, según el Concilio Vaticano de 1963 que presidió SS Pablo VI. Cuando ya tenía terminados los bocetos y formas del ordinario de la misa el mismo Catena me presentó a quien realizaría los arreglos corales de la obra: el Padre Segade”.
De este dolor que Ariel Ramírez pudo compartir con los más de 6 millones de judíos asesinados en los campos de concentración, nació lo que a continuación escucharán.
Les invito a subir el volumen y a contemplar –mientras escuchan este desgarrador canto- la fotografíacon la que he ilustrado este artículo.
Después de escuchar el canto, responde las siguientes preguntas:
1. ¿Qué produjo en tu corazón la melodía que acabas de escuchar?
2. ¿Qué podemos hacer para que nuestro mundo sea más habitable?
3. ¿Podemos llamarnos cristianos y no hacer todo lo posible por aliviar el dolor en el mundo?