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Llamen, pues, a todos los profetas de Baal, junto con todos sus ministros y sacerdotes. Que no falte ninguno de ellos, pues voy a ofrecerle a Baal un sacrificio grandioso. 
Todo el que falte, morirá. En realidad, Jehú no era sincero, pues tenía el propósito de eliminar a los adoradores de Baal.

Jehú envió mensajeros por todo Israel, vinieron todos los que servían a Baal, sin faltar ninguno. Eran tantos los que llegaron que el templo de Baal se llenó de un extremo a otro, Jehú les dijo a los congregados: 
«Asegúrense de que aquí entre ustedes no haya siervos del Señor, sino solo de Baal». 

Al terminar de ofrecer el holocausto, Jehú ordenó a los guardias y oficiales: 
«¡Entren y mátenlos! ¡Que no escape nadie!» Además de tumbar la piedra sagrada, derribaron el templo de Baal. De este modo Jehú erradicó de Israel el culto a Baal.

Sin embargo, no se apartó del pecado que Jeroboán hijo de Nabat hizo cometer a los israelitas, es decir, el de rendir culto a los becerros de oro en Betel y en Dan.