Juan 1:11–12 (RVC)
«Vino a lo que era suyo, pero los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios.»
Imagina esto: es la mañana de Navidad y los niños despiertan temprano, emocionados por los regalos bajo el árbol. Corren, ríen y buscan con ilusión cuál les pertenece. Pero piensa por un momento qué tan extraño sería que uno de ellos, aun teniendo un regalo preparado con amor, simplemente lo dejara de lado y se fuera a hacer otra cosa.
Suena impensable. ¿Quién rechazaría un regalo así?
Sin embargo, eso es exactamente lo que muchos hicieron cuando el Hijo de Dios vino al mundo. Juan nos dice que «los suyos no lo recibieron». No mostraron interés en él, ni valoraron el regalo de un Salvador. Y aún hoy sucede: muchos pasan por alto al único que puede dar vida eterna.
Incluso quienes conocemos a Jesús como el mayor regalo de Dios, a veces permitimos que las ocupaciones y distracciones de la vida nos alejen de él. La atención se dispersa. La prioridad se desplaza. Sin darnos cuenta, tratamos al regalo más grande como algo secundario.
Pero Dios no deja de ofrecérnoslo. Él nos invita a recibir a su Hijo una y otra vez: a escucharlo en su Palabra, a confiar en sus promesas, a descansar en su perdón. En Jesús recibimos el don más precioso: ser hechos hijos de Dios.
Apreciemos ese regalo. Volvamos a él. Hagamos espacio en nuestros días para el Salvador que siempre tiene tiempo para nosotros.
Oración:
Querido Dios, gracias por el regalo incomparable de tu Hijo. Haz que mi corazón lo valore siempre y encuentre en él vida y salvación. Amén.