3 de octubre
Un nuevo maestro
Sarah Habben
Imagina cierto pecado. No sólo lo toleras como un perro callejero que de vez en cuando se cuela por debajo de tu valla. Sino que lo alimentas. Lo adoptas. Lo adoras. Tal vez sea el desprecio hacia otros que no son tan guays. Tal vez sea una adicción a la bebida, al drama o al porno. Tal vez sea lujuria o mentiras.
Muy pronto, ese pecado no es tu mascota sino tu amo. Sabes que está mal, pero te produce satisfacción... aceptación... felicidad.
¿O no?
No.
El pecado sólo puede hacer lo que todo pecado hace: separarte de tu Dios para siempre. Ese pecado que adoras será tu muerte.
Tal vez le hayas rogado a Dios que te quite la tentación, que te quite el gusto por ella de la boca. Lamentablemente, no es así como funciona. El pecado marcará tu número mientras vivas en este mundo. Pero ese pecado no tiene influencia gracias a Jesús. «Los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos»(Gálatas 5:24).
Perteneces a Jesús. Él clavó tu pasión pecaminosa en su cruz; allí cuelga, patética dueña. Oh, todavía tiene aliento, te engatusa, te amenaza y te hace señas. Pero no necesitas escucharla. En tu corazón hay otro Señor: tu Salvador resucitado. Él no sólo te ha liberado de la pena del pecado. Te ha liberado de su poder.
Cuando la tentación te ponga un dedo encima, clávalo en la cruz. Tu corazón pertenece a alguien mejor: a tu fiel, perdonador y siempre amoroso Dios.
Oración:
Benigno Señor, te suplico me guardes en la verdadera fe de modo que el pecado no tenga dominio sobre mí. Concédeme el poder llevar mi pecado a la cruz y vivir en la libertad de los hijos de Dios, por Jesucristo tu Hijo. Amén.