Llueve en las calles de Easton, hasta los perros buscan refugio.
Las calles principales de la metrópolis portan relucientes adoquines que ignoran las tempestades y raramente ceden ante algún carruaje muy cargado que se dirige con su mercancía al puerto.
Pero en los barrios que no están a la vista el paisaje es diferente, con callejuelas que solo devuelven barro al tintinear de la llovizna. Son los lugares de escondite, donde moran secretos y fechorías.
En uno de estos callejones, del barrio Norte de Easton se encuentra una casita, modesta y un tanto venida abajo. El paisaje de sus ventanas solo presenta los ladrillos de una torre de vigilancia al frente, en la muralla Norte que rodea la ciudad portuaria.
Pero esta modesta residencia no presta movimiento alguno desde hace meses. Nadie toca su puerta, por supuesto, ya que el escudo con el remo y la gaviota es temido por el honesto y el forajido.
Es la casa asignada a un joven agente del ducado, que en su ausencia deja en esta casa de piedra y madera abandonadas a merced de las inclemencias del tiempo, testimonio de su andar al servicio del Soberano Ejército de Easton, una intriga, y una deuda: