“Los ojos del Señor están sobre los justos, y sus oídos, atentos a sus oraciones” Salmo 34: 15
Dios es un Dios que escucha, que ve, que dice y que hace. Dios es un Dios vivo, y a los que creemos en el, estamos seguros que él sigue operando milagros a cada instante y a cada momento y en todo lugar. Pero para un incrédulo eso es simplemente casualidad.
Un misionero en África iba de camino a un pueblo cuando llegó a un estrecho y turbulento río que había sufrido una crecida. Todos los puentes habían sido arrastrados por las aguas. Necesitando desesperadamente pasar al otro lado, se puso de rodillas y le pidió a Dios que le abriese un camino. Justo entonces oyó un estruendo. Un enorme árbol, con las raíces minadas por las aguas embravecidas, había caído precisamente a través de la corriente. Dio gracias a Dios por haber respondido su oración. Creyó que había visto un milagro. Pero, ¿qué habría sucedido si hubiese contado esta historia a un grupo de incrédulos? Probablemente le habrían dicho que la caída del árbol era un acontecimiento natural, y que el momento en que cayó fue una mera coincidencia. De un impío se puede esperar eso, pero que un creyente en Cristo piense en las coincidencias, eso realmente duele.
Cuando entramos en el Reino de Dios, tenemos que vivir así, con mentalidad de Reino, y no sorprendidos por los milagros que vemos a cada instante. En una oportunidad leí de un avión que se estrelló y solo un pasajero sobrevivió, ese pasajero era cristiano. Para un incrédulo es mera casualidad, pero para un hijo de Dios es un milagro.