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18 de marzo de 2020 - Azarías, uno de los jóvenes a los que Nabucodonosor, rey de Babilonia, condenó a perecer en un horno encendido, se lamentaba ante Dios, no por el tipo de muerte que lo aguardaba, sino por hallarse lejos de Jerusalén y de su templo, y oraba así: «En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes; ni holocausto, ni sacrificios, ni ofrendas, ni incienso; ni un sitio donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia. Por eso, acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde. Que este sea hoy nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia». Así oraba el joven Azarías. Y nosotros, en estos días, en los que las puertas de muchas iglesias se hallan cerradas, hacemos nuestro ese lamento antiguo, aunque sabemos que no todas están clausuradas, pues permanecen abiertas la de nuestra alma y la de nuestro hogar.