No lo encontré al azar:
había paseado la mirada
por cansancio, temor, estupidez, codicia
hasta dar con su rostro:
la juventud, el ansia de vivir
y la melancolía
como una veladura sobre sus claros ojos.
Fue fácil inducirlo
al más profundo sueño: se entregaba
a él como debía entregarse a las olas,
con ese mismo ímpetu, con el mismo candor.
Se negaba a volver a la consciente
realidad, prendado de las náyades,
en el lejano bosque a donde lo conduje,
perdido en qué remota playa donde
era posible oír a las sirenas.
Más arduo aun me fue y más penoso
convencer a un anciano a contar los momentos
felices de su vida.
Porque donde esperábamos juventud y alegría,
surgió la confesión de aquella guerra
tan civil, y después,
donde amor, acritud, resentimiento.
Despertó bruscamente entre la letanía
de todos sus dolores.
Enfurecido, estuvo a punto de agredirme:
¡Por qué lo había obligado
a volver a vivir?
Ni siquiera un aplauso destruyó
aquel silencio.