Era un mediodía de enero, estábamos almorzando, y mi hijo Ezequiel nos hablaba de lo que esperaba de la vida. Lo que me hizo reflexionar fue una frase en particular: “No le tengo miedo a la muerte, Papi”. Ezequiel acababa de cumplir nueve años. Y este no era un tema para tratar a la ligera, y mucho menos a su corta edad. Como padre debía escucharlo atentamente, comprenderlo, pero también darle respuestas para que se afiance y en el futuro no se vea afectado.
Después de que él y su hermana tuvieron que enfrentar la dura situación de la muerte de su hermanito, lo que sucede dentro sus cabezas y corazones es imposible de explicar. Considerando que nadie tiene derecho a juzgar cómo otra persona vive su dolor, reafirmé que ni si quiera yo como padre puedo evitarles todo lo que esa situación detonó y detonará en sus vidas. Pero hay algo que sí puedo hacer, y es darles herramientas todos los días. Cada vez que los vea flaquear, y antes de que expongan sus momentos de debilidad, los ayudaré a que se fortalezcan y logren alcanzar la firmeza necesaria para vivir y construir sus propias familias.
“No le tienes miedo a la muerte porque sabes muy bien a dónde vas después de esta vida”, le contesté. Pero mientras se lo decía, concluí que una cosa es no temer a la muerte, y otra muy distinta —y si se quiere, peligrosa— es no valorar la vida. Entonces hice una pequeña pausa…
Pensé, mientras todavía tenía su atención, en la manera de hablar con él en su mismo idioma. Al mismo tiempo, su hermana nos observaba y escuchaba con atención. “Tanto el nacimiento como la muerte son parte de la vida”, le dije y le pedí que me prestara toda su atención. “Los seres humanos no tenemos la capacidad de crear vida. Si queremos que nazca una planta, necesitamos una semilla o un gajo. Podemos clonar, podemos usar la ciencia y hacer millones de cosas a partir de lo que ya está creado, pero no podemos crear vida”.
Mi hijito asintió con la cabeza mientras me miraba, y yo buscaba crearle conciencia sobre el valor de la vida, aunque él no le tuviera miedo a la muerte. Entonces se me ocurrió un ejemplo frívolo, pero que consideré muy práctico. Y para eso necesitaba hablar de sus posesiones.
—¿Qué es lo que más valoras de todas tus cosas? —le pregunté.
—Mi consola de juegos —me contestó después de pensar unos segundos.
—¿Qué pasaría si le regalaras la consola a tu hermana? Es lo que más quieres y valoras de todas tus cosas. Luego tu hermana la recibe, te sonríe, pero a tus espaldas no la cuida, la maltrata y la rompe.
—Me sentiría mal y nunca más le regalaría nada —me contestó.
Usando como ejemplo algo tan cotidiano como un aparato, pude explicarle que Dios nos regala lo más valioso que Él tiene para dar: nuestra vida. Por nuestra Fe, sabemos y tenemos la certeza absoluta de que cuando se acabe esta vida habrá otra VIDA mucho mejor; aun así, debemos valorar y cuidar la vida que tenemos, porque Dios nos la regaló con todo su amor.
“Si la cuidamos y la valoramos, con el tiempo nos hará otros regalos: nos permitirá amar y que nos amen. Y después, nos regalará hijos y hasta nietos. Mira si hay regalitos por recibir…”
Fue un almuerzo con una charla más que interesante, que espero que mis hijos no olviden. Al menos pude dejarla escrita, para que cuando sean mayores la lean y la recuerden.