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Era martes, alrededor de las cinco de la tarde y estábamos en una habitación fría viviendo una realidad aberrante. Ella en un rincón, desahuciada; yo, arrodillado debajo de una camilla. Hubiéramos preferido que fuese una pesadilla, porque los malos sueños pasan cuando te despiertas. Pero no, esto era duramente real.

El olor del hospital era penetrante. El frío del piso traspasaba mi ropa mojada. Las miradas desoladoras y sin esperanzas de los médicos me hablaban. Eran respuestas vacías; sentimientos de impotencia porque, literalmente, no había nada que se pudiera hacer.

El llanto se expandía y yo gritaba por un milagro, lo pedía sin descanso. Mi frente estaba contra el piso. Lo golpeaba con mis puños y mis rodillas estaban más dobladas que nunca. No podía ser más humano, jamás había experimentado semejante dolor y fragilidad.

No existía ningún pensamiento que pudiera calmarme, porque sabía lo que estaba pasando. Aun así, reclamaba un milagro. Lo pedí incontables veces, desesperado, mientras Dios veía y escuchaba todo. Pero el milagro no sucedía. La luz de esa vida se había apagado. Ya no había aliento, ni latidos. Una porción de lo que yo más amaba en el mundo, se había ido. Se lo habían llevado.

Estábamos derrumbados, ella y yo. No teníamos consuelo. No había calmante, ni anestesia. No podía entender por qué Dios no me había otorgado mi milagro, por qué me lo había negado. Pero, además de todo el dolor, también sentía temor. Un miedo profundo. Miedo a perder aún más. A perder mi matrimonio, mi familia, mi salud. A dejar de ser el padre que era. Temía que todo eso también se fuera junto a ese pedacito de lo que más amé en mi vida.

Pasaron cuatro años... y casi sin percibirlo, el milagro estuvo desde el primer momento en que lo pedí. Comenzó a gestarse mientras yo estaba debajo de esa camilla, con mi frente tocando el piso. Dios nos lo había otorgado; nos permitió sobrevivir a esto uniéndonos, dándonos fortaleza, guiándonos, regalándonos más amor, dándonos su mano sin soltarnos.

El milagro fue ayudarnos a conservar nuestra familia; enseñarnos a través de Abril y Ezequiel. Regalarles música, inteligencia y bondad. El milagro se renovó cada día. Adoptó forma de nuevos amigos, de nuevas oportunidades. Se nutrió de millones de nuevos momentos que dibujaron sonrisas en los rostros de los que amamos y en los nuestros también. El milagro comenzó a suceder desde el preciso momento en que pensaba que Dios me lo estaba negando.

Milagro es tener la certeza de que nuestro pedacito de alma está VIVO. Milagro es aprender a vivir sin verlo, sin escucharlo, sin olerlo o tocarlo; sabiendo sin dudar que lo único que nos separa es una breve espera, formada por algo tan fugaz como el tiempo.

El milagro está sucediendo ahora mismo, mientras escribo y SIENTO cada una de estas palabras; mientras respiro y agradezco esta inmensa oportunidad de VIVIR junto a tres de los milagros más valiosos de mi vida. Los milagros existen y hoy puedo dar testimonio de eso.