Mi hija y yo volvíamos en el auto del colegio a nuestro hogar, era un mediodía de noviembre de 2016. Al detenernos en un semáforo, pudo ver a un hombre que evidenciaba una gran necesidad. Se quedó mirándolo mientras acomodaba unas cajas en un carrito con sus pocas pertenencias. A unos metros lo esperaban una mujer y dos pequeños niños. Mi hija pegó su rostro a la ventanilla del vehículo, y mientras yo la miraba, me preguntó cómo hacían ellos para alimentarse cada día. Aprovechamos para charlar al respecto durante el trayecto hacia nuestra casa.
Ese día Ezequiel no se había sentido bien en el colegio y le pidió a mi esposa que lo recogiera unas horas antes. Ellos ya estaban en casa, y cuando llegamos con Abril, mi esposa Guadalupe nos estaba esperando con el almuerzo.
Desde siempre, el horario de nuestras comidas ha sido nuestro momento de comunión. Son el lugar y el momento en que aprovechamos para conectarnos y desarrollar los aprendizajes más valiosos. Ahí es cuando nuestros hijos se abren para contarnos sus pensamientos y emociones más profundas, sin que tengamos que indagar demasiado.
Cuando ellos nacieron, con mi esposa llegamos al acuerdo de asumir todos los compromisos laborales y organizar nuestras agendas para que nunca se contrapongan con el tiempo que compartimos con nuestros hijos durante las comidas. De ese modo, el núcleo familiar podrá compartir esas valiosas horas e interactuar durante esa corta etapa en que los niños comparten el 100 % de sus vidas con nosotros: sus primeros 15 años. Luego, nuestros pequeños comenzarán a ser más independientes de manera paulatina y con el tiempo ya no tendrán disponibilidad total.
Mientras almorzábamos les empecé a hablar acerca de la iniciativa propia. Les recordé que en la vida primero debemos preocuparnos por SER, por nuestra esencia como seres humanos, pero que luego el paso a seguir es HACER. Debemos priorizar nuestra construcción como personas, porque podemos ser la materia prima de grandes cosas, y para que lo que logremos sea verdaderamente grande, debemos ser instrumentos de calidad.
Cuando surgió el tema de hacer, ellos empezaron a generar ideas de cosas que querían hacer, pero que todavía no habían podido realizar. Y aunque solo tenían ocho y diez años, ellos consideraban que tenían muchas asignaturas pendientes. Invertimos dos horas de nuestras vidas sentados a la mesa hablando sobre iniciativas propias, que es un sentimiento que una persona tiene adentro y por el que nadie puede hacer nada al respecto, excepto quien lo siente.
Al finalizar el almuerzo, Ezequiel se fue a jugar con sus primos, pero Abril se sentó a la mesa de mi oficina, tomó un papel, una lapicera negra y un marcador amarillo, y escribió: “Desde hoy me propongo conseguir que las familias necesitadas tengan algo para comer en Noche Buena”. Y enumeró lo que para ella sería el menú de esa cena:
1- Un pan dulce.
2- Un pollo congelado.
3- Un paquete de arroz.
4- Un sobre de jugo.
Debajo agregó un compromiso, una meta para clarificar su objetivo: “La entrega se hará el 24 de diciembre a través de todas las Iglesias de Chilecito”. Con su marcador amarillo le puso fecha a su “iniciativa propia” y la enmarcó con un corazón.
Cuando volvió al comedor, nos trajo su desafío personal. Con su madre no podíamos menos que sentir amor, y a la vez una fuerte presión, porque entendimos que se había tomado muy en serio lo de SER y HACER.
Como conocía bien sus limitaciones como niña, nos planteó la idea de que, para cumplir con ese objetivo, pediría ayuda a la Escuela Gabriela Mistral, donde cursaba el quinto grado del primario. Al día siguiente fue al colegio, pidió hablar con el director, ingresó a la oficina, le habló de su iniciativa y le entregó su “proyecto” en papel.
Recuerdo que ese día, cuando terminamos de almorzar, recibí un llamado telefónico. Era el director de su colegio, Pablo Fernández Pugliese, quien manifestó su sorpresa por recibir la visita de mi hija en su despacho y me confesó que estaba un poco abrumado, ya que no era común recibir una propuesta de ese tipo de una niña de solo diez años.
“La niña necesita de nuestra ayuda, y hemos decidido estimularla con nuestra colaboración, pero también vamos a hacer extensiva la invitación a los padres de todos los compañeros”, me dijo el director.
Cuando mi hija me comentó su idea, le sugerí que la propusiera de manera anónima, y que cuando la presentara en el colegio, les pidiera a sus docentes adoptar la idea como propia para que todos los niños la desarrollaran como una iniciativa personal. “No perderás ningún mérito. Por el contrario, ganarás adeptos y lograrás tu objetivo”, le expliqué.
Abril entendió que a su edad lo más acertado era pedir ayuda a la mayor cantidad posible de personas. Y comprendió que la satisfacción personal de un logro no tiene ningún valor si se la compara con la satisfacción de ver algo tan importante materializarse.
Al día siguiente los docentes del colegio propagaron la idea por las aulas: “Alguien del colegio dejó esta propuesta por escrito en nuestro despacho, no sabemos quién es, pero nos gustaría que entre todos la hagamos posible”, dijeron los docentes. Como era de esperarse, todos los niños se sumaron y compartieron la idea en sus hogares.
Los padres y las madres comenzaron a estimular a sus hijos, y lo que nació como una lección sobre “iniciativa propia” de una niña de diez años estaba comenzando a tomar vida.
La sinergia se apoderó de la situación y en cuestión de una semana todos los niños se habían apropiado de la idea, lo que garantizaría un éxito rotundo. Era un proyecto que los tenía tan involucrados que se había convertido en el único tema de la escuela. Los niños y sus familias comenzaron a pedir colaboraciones a decenas de empresas y comercios locales para armar las bolsas que se distribuirían antes de Noche Buena.
Un día me senté a conversar con mi hija acerca de la idea y me comentó que el objetivo era preparar treinta y dos cajas con alimentos para la cena de Navidad. Cuando le pregunté por qué ese número, me respondió que era una gran cantidad. Y claro, en su mente era un gran desafío, ya que esa cantidad de comida podría costar mucho dinero para una niña de su edad.
La primera respuesta que tuvieron fue de una empresa avícola que se había enterado de la idea de los niños y donó 600 pollos congelados. Esto los puso en un gran apuro porque multiplicó por veinte las aspiraciones de la idea original. Pero al poco tiempo otras empresas se sumaron con diferentes productos que, además de ampliar el menú haciéndolo mucho más nutritivo, ahora les permitiría llegar a 600 familias.
La ayuda comenzó a multiplicarse de tal manera que se necesitarían muchas manos para organizar la entrega. Los niños me visitaron en la radio y pidieron ayuda a las iglesias cristianas de la ciudad, ya que por esa vía sería distribuida la comida. Desde ese entonces, y gracias a la difusión que tuvieron, en el colegio comenzaron a recibir la visita de miembros de iglesias de diferente denominación hasta que llegó el día de la entrega.
Ese día fui testigo de algo que pocas veces había visto, y hay un video que puede dar fe de ello. Sacerdotes de iglesias católicas y predicadores de iglesias evangélicas rezaban y oraban para todos, mientras cada uno con su Fe los acompañaba agachando la cabeza y cerrando los ojos. Cientos de personas trabajaban en comunión, y se pasaban las bolsas de mano en mano hasta llegar a la vereda del colegio. Afuera, habían estacionado un gran camión con pollos congelados, y de ahí se los descargaba directamente en cada bolsa. Los miembros de las iglesias cargaban las bolsas que se habían comprometido a distribuir en sus vehículos, y salían a cumplir el objetivo lo más rápido posible, para no cortar la cadena de frío del pollo congelado.
Esa mañana quedó grabada en mi memoria como un ejemplo contundente de que nada es imposible, aun si es un niño quien afronta el desafío. También pude comprobar que la solidaridad es más contagiosa que cualquier otra emoción y acción. Los niños son como un recipiente con pólvora: si no se los estimula con una chispa que los encienda, jamás podremos conocer su potencial.