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Recuerdo un video que vi hace un tiempo en el que mostraban de manera simple, y muy humana, la dura decisión de un padre que debió dejar morir a su hijito para salvar a cientos de personas que viajaban en un tren. El hombre estaba a cargo de las vías y, en una situación inconcebible, debía decidir si hacer que el tren fuera hacia la izquierda, sobre una vía sin terminar, lo que ocasionaría un desenlace fatal para cientos de pasajeros, o salvar a esas personas haciendo que el tren tomara el carril de la derecha; pero en esa vía estaba justo su hijo, quien tendría el peor final si el tren tomaba ese curso. Finalmente tomó la decisión más difícil y salvó la vida de los pasajeros. Una historia muy triste para ese padre, aunque con final feliz para muchos otros.

Me puse a pensar si yo sería capaz de hacer lo mismo que ese padre, y la respuesta INMEDIATA fue ¡NO! Entonces comprendí por qué tiene tanto valor lo que conmemoramos en Pascuas. La actitud de inconmensurable generosidad que Dios tuvo al sacrificar a su único hijo por nosotros, aunque era muy extraña y estaba completamente alejada de toda razón, nos dio la garantía de VOLVER A VIVIR, y es por eso que hoy estamos tan agradecidos y festejamos la Semana Santa, la Navidad y hasta los bautismos de nuestros hijos.

Con nuestros hijos, conmemoramos la Pascua y la magnitud de su significado desde que son pequeñitos y, como somos parte de la cultura occidental, también ese día aprovechamos la ocasión para que busquen un chocolate que su madre y yo escondemos en nuestra casa. El chocolate lleva adjunta una carta que les escribimos para recordarles el valor de lo que conmemoramos ese día. Tratamos de enseñarles algo nuevo cada año, para que les quede escrito y puedan guardarlo en una caja con nuestros recuerdos familiares. Nuestros niños saben que no existe ningún conejo de pascuas y que el juego del chocolate escondido siempre fue hecho para acompañar su corta etapa de niñez e inocencia.

Como los niños crecen, este año nos animamos a tener otro tipo de diálogo con ellos a través de esta carta:

Queridos hijos:

Como padres, nos interesa que cada día de sus vidas puedan ser parte de nuestra siembra, para que mañana —cuando sean adultos— representen la mejor cosecha de nuestras vidas, y que a través de ustedes sigan naciendo frutos de esas semillas que tanto supimos cuidar.

Hay un proverbio que dice: “[...] para ayudar en la adversidad, nació el hermano”. ¿Dónde encontramos testigos verdaderos del amor que siente un padre por un hijo? En nuestros hermanos, para que uno pueda ver desde afuera cómo nuestros padres nos aman a nosotros. Viendo cómo aman a nuestros hermanos, recién podremos comprender cuán especiales somos para nuestros padres.

Los hermanos no son solo personas con quienes compartimos nuestra sangre, son extensiones de nosotros mismos. A ellos podemos confiarles nuestras propias vidas, sabiendo que jamás nos dejarán solos en un momento difícil. Son nuestros mayores cómplices, los que guardan nuestros secretos más íntimos. Son los que nos conocen y nos entienden con solo cruzar miradas, y con quienes compartimos palabras clave.

Los hermanos más chicos son nuestra debilidad, nos convertimos en sus protectores. Los del medio son nuestros estímulos, porque siempre están a punto de alcanzarnos y en muchos otros casos, debemos apurarnos para seguirles el paso. Y los más grandes somos los que tenemos más experiencia en la vida, los que iniciamos a nuestros padres en la crianza de sus primeros hijos, y los que nos llevamos los mayores regaños.

Los hermanos son los mejores amigos que Dios puso para nosotros en la tierra, nuestros colegas en las travesuras, nuestros primeros amores. Mis cuatro hermanos me dan la certeza de que Dios me regaló ángeles extra aquí en la tierra, que no permiten que me equivoque tanto, que me van a proteger en mi vejez y que, si tuviera que partir a temprana edad, van a proteger a la familia que dejo. ¿Se dan cuenta de lo afortunados que son teniéndose el uno al otro?

Cuando éramos niños, nuestros padres nos inculcaron a mis hermanos, Mario y Diego, y a mí —mis hermanos Romina y Carlitos aún no habían nacido— que los tres éramos uno solo y que jamás debíamos permitir que nada ni nadie nos separara.

Era tanta la igualdad en la crianza que hasta usábamos la misma ropa. Mi mamá iba a las tiendas de ropa y nos compraba lo mismo a los tres: las mismas camisas, los mismos zapatos… hasta las medias eran iguales. Desde que tengo memoria siempre fue así. Los tres estuvimos unidos y siempre contábamos con las mismas oportunidades. Nuestros padres se encargaban de que todo fuera equitativo y jamás sembraron la competencia entre nosotros.

No nos dejaban pelear; y si alguna vez peleábamos, mi mamá nos tomaba del cuello y nos ponía cabeza con cabeza, enfrentados y mirándonos a los ojos, y nos decía fuerte: “Ustedes no se pueden pelear, porque ustedes son uno solo. Siempre deben protegerse entre ustedes y jamás permitir que nada ni nadie los separe”. Eso se nos grabó a fuego. Y cada vez que nos peleábamos por algo —como todos los hermanos—, a los pocos minutos nos pedíamos perdón y nos olvidábamos del mal rato. Les cuento esto porque quiero asegurarme de transmitirles esos mismos valores a ustedes, y que contribuyan a forjar sus personalidades.

Como cada año les decimos, lo que hoy conmemoramos es muy importante para nuestra familia y para miles de millones de cristianos esparcidos por el mundo. ¿Saben qué? Nuestro Padre dijo: “donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Es decir que ustedes dos ya cumplen con el mínimo necesario. Siempre que estén juntos y lo invoquen, ahí estará, en medio de ustedes; como lo hace con mamá y papá, fortaleciendo nuestro vínculo, siendo ese tercer hilo para que “la cuerda” de nuestra unión jamás se corte.

Como cada año en Pascuas, decidimos que este año también tengan su chocolate, porque más allá del juego de buscarlo, sigue intacta nuestra costumbre de regalarles a cada uno un puñado de palabras escritas en un papelito. Pero con mamá quisimos que este año sea distinto: les escribimos una sola carta para los dos, dividida a la mitad, para que cada uno tenga su parte y siempre recuerden el significado de mantenerse unidos.

Esta cartita no tendrá el mismo valor sin las dos mitades, al igual que sus vidas. Siempre deben permanecer unidos, aunque vivan separados en dos extremos del planeta. Ámense, “porque el amor viene de Dios, y todo el que ama ha nacido de él y lo conoce”, cuídense, apóyense en los momentos de dificultad y sean el estímulo del otro cuando emprendan y enfrenten nuevos desafíos. Si se tienen el uno al otro, lo tienen todo. La vida es difícil, pero si están juntos no habrá adversidad que pueda contra ustedes.

Por último, jamás olviden el verdadero significado de la Pascua: Jesús VIVE y nosotros no morimos. Creer que la VIDA es solo lo que vemos y tocamos es limitar nuestro conocimiento de lo que nuestro Padre tiene preparado para todos nosotros. Hoy celebramos la VIDA, ¡la verdadera VIDA! Hoy festejamos el regalo de una nueva oportunidad. Los amamos más allá de esta vida. Que Dios los bendiga y les dé humildad, sabiduría y perseverancia, para vivir hasta que cumplan el propósito con el que nacieron.