Hoy, mientras cenábamos, mi hija Abril me hizo una pregunta que me produjo un nudo en la garganta:
—Papi, cuando se fue Agustín, ¿te enojaste con Dios?
Mi esposa y yo nos miramos sin saber qué decir... Nuestros hijos son casi adolescentes, y en nuestro hogar siempre hemos hablado sin tabúes ni tapujos.
—Sí, me enojé —le contesté—. Me angustié como nunca en mi vida. Le pedí explicaciones... Sentí la mayor impotencia que pude experimentar. Pero entendí de inmediato que era algo que debía aceptar.
Mi esposa interrumpió y agregó:
—Yo también me enojé, mucho. Fue tu papá el que me ayudó a afrontarlo, y luego lo acepté.
Nuestros hijos nos miraban y quizás se preguntaban si Dios estaría enojado con nosotros, por cómo habíamos reaccionado. Hablando, como lo hacemos desde que son muy pequeños, les expliqué que el Amor de Dios es tan inmenso, paciente y comprensivo que Él jamás podría enojarse con nosotros por algo así. Simplemente porque Él nos conoce más que nosotros mismos. Él nos hizo y sabe cómo pensamos y sentimos, incluso desde antes que naciéramos. Conoce nuestras debilidades, sabe cuán frágiles somos... y aun así nos ama. Es un amor que trasciende todo entendimiento. Y la lógica es simple: ¿Cómo podría enojarse por la debilidad de sus hijos? Nuestro Padre nos entiende, sabe que nuestras reacciones son humanas porque, justamente, son parte de Su diseño. Por eso es que nos provee herramientas para fortalecer nuestro carácter y nuestra alma.
Unos días antes habíamos tomado un taxi cuando regresábamos de un viaje, y Marcelo —el hombre “pelado” que lo conducía— nos contaba cómo había sobrellevado la partida de su pequeña Lourdes, de siete años, quien había fallecido de cáncer. Minutos después entendimos que no era pelado. Desde que su hija había enfermado decidió que jamás se dejaría crecer el cabello para acompañarla en su tratamiento de quimioterapia. Pese a todo el dolor que debió atravesar, Marcelo no estaba enojado con Dios. Era un hombre evolucionado que, en los pocos minutos que duró el viaje, nos enseñó lo que se puede aprender en toda una vida.
Mi hijo tiene diez años y esta noche, recordando esa charla del taxi, me preguntó sobre la felicidad. “Misteriosa felicidad”, le respondí. Leí mucho sobre ella, intenté estudiarla, decodificarla y entenderla. La escuché nombrar en viejas canciones en las que aseguraban que no tiene dueño. Por momentos la imaginé lejana, y en otros sentí tenerla conmigo. Quise aprender de todo lo que se decía sobre ella. Le pregunté a mi abuela cuando yo dejaba atrás la adolescencia. Le pregunté a mi mamá, y también a mi papá. Lo hablé con mis hermanos, con mis amigos, con mi esposa, y hoy la analizo con mis hijos.
Todo el mundo hablaba de ella como la gema más preciada por la humanidad. Pero cuando pedía que alguien me explicara de qué se trataba o cómo era su forma, nadie jamás supo explicarme. Entonces me di por vencido y dejé de indagar... y fue ahí que la encontré. Estaba en mi Fe, en mis hijos, en mi esposa. Estuvo en mi infancia, con mis hermanos, y también cuando mis padres todavía estaban juntos.
Fui feliz en los momentos que compartí con mi abuela. Fui feliz en cada escuela a la que asistí, cuando hice mi primer viaje, cuando decidí vivir solo y cuando gané mi primer billete. Fui feliz cuando vi nacer a mis hijos, ¡muy feliz!
Soy feliz cuando trabajo en lo que amo, porque no parece un trabajo. Soy feliz cuando despierto y lo primero que veo es a la mujer que amo, cuando mis oídos perciben las palabras "Te amo", y cuando siento el sabor de los besos. Encuentro la felicidad cuando despierto a mis hijos por las mañanas y les beso sus caritas tibias mientras huelo ese exclusivo perfume que les da la vida.
Soy feliz ahora, mientras le explico a mi hijo lo complejo que es definir la felicidad y lo veo sonreír con cada juego de palabras que improviso al hablar. Soy feliz mientras veo a mi hija ingresar a la adolescencia, y cuando la escucho hablar del chico que le gusta en el colegio.
Después de tanto indagar, comprendo que la felicidad estuvo siempre ahí, desde que llegué al mundo. Y que siempre que la requiera, va a estar. Porque no es egoísta y está siempre dispuesta. Ella se muestra en cada detalle, en lo simple y en lo extravagante, en lo que toco y en lo intangible. Hoy finalmente entiendo que es mejor cuando nos predisponemos a encontrarla, sin buscarla. Sólo se ausenta cuando no la sabemos valorar y la ignoramos. Se multiplica cuando nos escucha reír, y se desvanece cuando preferimos llorar.
Veo a mis hijos crecer, hacer preguntas profundas, reflexionar y dar respuestas que como padre no entiendo cómo y por qué se les ocurren... Y me llenan de felicidad. Siento una satisfacción plena de agradecimiento por la oportunidad —común entre millones de padres—, pero que, de alguna manera, no deja de asombrarme. Siento que soy privilegiado por el solo hecho de compartir esta parte de mi vida con ellos, por el honor de ser quien va a guiarlos en esta etapa en la que están creando sus cimientos y creciendo, y también porque me acompañarán en mis momentos de incertidumbre.
“¿Y el perdón?”, preguntó mi hija. Es una actitud difícil de poner en práctica, porque todos hemos ofendido a alguien o hemos sido lastimados alguna vez. Debemos pensar cuántas veces nos hemos equivocado y pedimos que nos perdonaran, pero cuánto nos cuesta hablar de perdón cuando somos nosotros los que debemos perdonar. Fiel a su estilo y concentrado en sus propias dudas, Ezequiel interrumpió y preguntó si a veces me pongo a pensar en cuál es mi propósito en esta vida... ¿Cómo puede preguntarme algo así un niño de diez años? Lo miré, confundido, y me reí porque verdaderamente me desconcertó, llevándome de la felicidad hacia el propósito de una vida. Le dije que creo que mi propósito es descubrir que puedo amar a alguien más que a mí mismo, y que la vida se convierte en la mejor de las vidas cuando uno se transforma en padre. Por lo tanto, si debía encontrar mi propósito, lo encontré cuando conocí a mis tres hijos.
La charla continuó fluyendo y nos fuimos a la sala a disfrutar de nuestro postre: galletas y leche con chocolate, mientras observaba cómo se les dibujaban unos “bigotes” tan fugaces como su niñez. Encendieron el TV y me notaron incómodo con algunas escenas que consideré que ellos no debían ver. Mi hija me acarició la cabeza, mientras me decía que me quedara tranquilo, que ya no eran niños, que entendían lo que estaba bien y lo que no; que los dejara ser, hacer y decidir.
Ellos tenían 10 y 12 años; mi esposa, 34; y yo, 42. Pero a pesar de nuestra diferencia de edad, compartimos charlas de cena y sobremesa, aprendiendo y enseñando la filosofía de nuestras vidas porque somos una familia que aprende a vivir con lo bueno... y con lo no deseado también. ¿Cuál es la mejor escuela? Esta, en la que estamos aprendiendo junto a nuestros hijos, nuestros grandes maestros.
Conversaciones profundas sobre enojo, perdón, felicidad y superación; temas que me hicieron acordar a un contundente y reflexivo poema de un escritor uruguayo que leí hace poco, mientras me hacía un chequeo médico en una clínica. El impactante texto está estampado al ingreso de un cementerio en Salto (Uruguay), para que las personas olvidemos la soberbia y despertemos de la frivolidad de las vidas que elegimos vivir:
“Tú que ciego en el placer
cierras del alma los ojos.
Contempla en estos despojos
lo que eres y has de ser.
Ven a este sitio a aprender
del hombre la duración;
que en esta triste mansión
de desengaño y consejo,
cada tumba es espejo
y cada epitafio, lección”.
Francisco Esteban Acuña de Figueroa