Mario se levantó ese día con menos ganas de mirar el reloj de los normal. Se lamentó por usar uno de esos digitales que dan la fecha además de la hora. Porque él no quería saber en qué día estaba; para él, el seis de junio de 2019 no debería existir, tendría que ser una de esas hojas que caen del calendario y se pisan sin darse uno cuenta. Mario no quería cumplir 18 años. No quería que ese día, bajo ningún concepto, fuera especial.
Aquella mañana, como cada domingo, salió de casa a comprar el periódico y a desayunar. Saludó a Hilda, la empleada hondureña de la churrería que, también como cada domingo, sonrió cuando le escuchó pedir media docena de churros con “totolate”. Entonces Hilda se acordó de los totolates, aquellos piojillos que tenían las gallinas de su mamá en Tegucigalpa. El pobre Mario, sin embargo, ni sospechaba que su habitual error de pronunciación significaba algo para esa mujer, que sin saberlo la hacía viajar al otro lado del charco.
Por aquel entonces, casi todos en el pueblo pensaban que Mario hablaba con media lengua porque le había mordido una sacabera de pequeño mientras se echaba la siesta en el campo. Muchos le decían que era un milagro que hubiera salvado la vida y los viejos del lugar le repetían cada cumpleaños el dicho en bable “Mario guaje, celébralos, ya lo sabes, si te muerde la sacabera, nun oyes misa entera”. Lo cierto era que a Mario le atraía mucho aquel animalillo por sus colores y su leyenda y él mismo había alimentado aquella historia de pequeño, cuando volvió al colegio después de meses de ingreso en el hospital tras el accidente. Se hablaba de que su madre se había dormido al volante y por eso el coche había dado tantas vueltas de campana, que si iba bebida, que si era el propio Mario el que quiso conducir el viejo coche aunque tuviera solo ocho años… Todas esas habladurías hacían mucho daño al pequeño Mario así que decidió inventarse una historia alternativa. Entendió, aún siendo tan joven, que la gente quiere creer cosas extraordinarias y así fue: todos terminaron creyendo que su madre había muerto por la picadura venenosa de una sacabera y él había sobrevivido de milagro pero le habían tenido que cortar un trocito de lengua. A veces, cuando no puedes soportar el peso de la realidad, un poco de fantasía te convierte en un héroe y no hace mal a nadie.
Así, Mario “el sacabera”, empezó a comerse los churros, uno a uno, como si éste fuera un domingo más. Sólo él sabía que no lo era y, mientras se sacudía las manos manchadas de aceite y azúcar blanquilla, pensaba en su madre, en el accidente y lo que vino después. En cómo la lloraron las viejas del pueblo, revoloteando a su alrededor durante días y exhibiendo su tristeza abrazadas en el luto para volver después a despellejarse unas a otras en el mercado, en la peluquería, en cualquier rincón…
- ¿“Tuanto” te debo, Hilda?- espetó Mario.
- Nada mi niño, que hoy te invito yo, para que tengas un feliz domingo- le contestó la camarera, con un guiño y una sonrisa guasona, caribeña, irresistible.
Entonces, Mario supo que ella sabía. Y no pudo hacer menos que devolverle otra sonrisa. Y se tomó ese desayuno como su primer regalo de cumpleaños. Y salió a la calle con otro afán: de golpe era más alto, más guapo, más rico, más rubio si cabe. Era por fin, otra persona, y aquel no era otro domingo más.
Texto y locución: Tania Fernandez
Ilustración: Lucia Torres