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La utilidad de los aviones para machacar el frente o la retaguardia enemiga se vio casi al mismo tiempo que pudieron fabricarse aparatos lo bastante grandes como para transportar bombas. De este modo en la Primera Guerra Mundial los copilotos lanzaban las bombas a mano desde su puesto. Como es lógico la precisión de estos bombardeos era muy escasa y para aumentarla los pilotos debían descender mucho, con el riesgo de estrellarse por el menor margen de maniobra o ser alcanzados por disparos.

Para prevenir esto se desarrollaron varios mecanismos y máquinas que indicaran el momento y lugar preciso para acertar en el bombardeo. No obstante todos estos sistemas se mostraron demasiado imprecisos como para poder destruir objetivos determinados, como puentes.

Así en la Operación Rolling Thunder se lanzaron miles de bombas de todos los tipos contra instalaciones militares, de comunicaciones e industriales; pero lograban destruir un dólar por cada nueve gastados en bombas; además de producir un enorme número de bajas civiles, las llamadas daños colaterales que causaron gran conmoción en la sociedad estadounidense y mundial (fue una de las causas por las que Lyndon Johnson no se presentó a la reelección). Estas dos consecuencias de las bombas tontas forzaron a la búsqueda de formas más exactas para designar, guiar y dirigir los ingenios destructivos.

A principios de los setenta del siglo XX las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos ya contaban con bombas con distintos tipos de guiados y obtuvieron resultados que no habían conseguido nunca con decenas o cientos de salidas. Posteriormente fueron profusamente utilizadas, y mostradas, durante la Guerra del Golfo, pese a mostrar un porcentaje de error de un 20% o incluso más. A mediados de los 90 del siglo XX también se utilizaron en las campañas sobre los Balcanes, pero también con un índice bastante alto de fallos.