Miserables son todos los que, como Alfonso Rojo, son capaces de decirle a Ada Colau que está muy gorda para el hambre que se pasa. Miserable es verles colgando de las farolas con pomba y boato en la sonrisa como si aquí no hubiera pasado nada. Con el alma y los ojos secos, como se refería Rosalía de Castro a la miseria, pretenden los de siempre y los que se disfrazan de recién llegados presentar una zanahoria en el frontispicio de la sociedad y provocar una amnesia colectiva, un indulto generalizado.
Miserables son los que dicen que con las mismas reglas, con las mismas cartas marcadas, alguna vez van a ganar los perdedores. Miserables son los que quieren que nos olvidemos de los desahuciados por los bancos que pagan ahora con su dinero ensangrentado esos mismos carteles. Que confiemos en ellos, que les volvamos a votar.
Alfredo no es su nombre real pero su historia sí. Es palmero y el otro día me envió una foto de su nevera vacía. Su madre cobra 426 euros y de su padre nada se sabe. Miserables son también los que encima por esos míseros 400 euros les llaman parásitos del estado. Desde un barrio de la periferia de Madrid me llamó para que contara, con prudencia y anonimato, su historia y la de su compañero de piso, un chaval de 18 años que habla tres idiomas y llora con su madre al teléfono planeando como seguir costeando los estudios de hijo. Una madre también en paro y con cincuenta años a la que día tras día le recuerdan que en este sistema ya no hay sitio para ella, que después de toda una vida trabajando ya no vale para nada.
Una madre que de ser palmera tampoco podría encontrar consuelo en el abrazo de su hijo en estas fechas, porque no hay con que pagar un billete de vuelta. Una madre que no sabe que hace unas semanas su hijo tuvo que acudir a un comedor social, porque no encuentra un trabajo que compatibilizar con sus estudios. Si nada cambia pronto tendrá que volver a casa y permanecer sepultado en la ignorancia, exactamente lo que necesitan los miserables, sencillos y resignados labriegos que no molesten, que no protesten.
Miserables son también, y me disculpan, los que se lavan las manos y piensan que si uno no tiene con qué pagar su vida en Madrid debería volver a casa y hacer lo que se pueda. Porque así es como esta sociedad miserable acepta que el derecho del rico siga siendo para siempre el anhelo del pobre.