Hace quinientos años, un puñado de valerosos exploradores atravesó el océano en busca de un nuevo
continente, una tierra misteriosa, oculta por un mar sin explorar del que no existía mapa alguno. Muchos
consideraron estos viajes como una pérdida de tiempo y de recursos. De hecho, la civilización moderna se
había desarrollado durante siglos sin este tipo de exploración.
Contra todo pronóstico, este grupo de exploradores se arriesgó a proseguir, impulsados hacia lo
desconocido por un ardiente deseo de descubrimiento. Abandonaron la comodidad de sus hogares para
embarcarse en un viaje allende los horizontes conocidos. Afrontando sus temores y sus dudas, así como los de
la sociedad, se mantuvieron firmes en su propósito, hasta que finalmente lograron su meta, su descubrimiento.
En la actualidad estamos ante el mismo tipo de exploración: tenemos un océano de energía sin explorar en
espera de ser conquistado por quienes posean la visión y el valor suficientes para ir más allá de los límites de
sus horizontes físicos. Como en el pasado, la visión del explorador debe traspasar la frontera física. Igual que
en el pasado, el explorador debe poseer el impulso y la decisión de viajar allende los límites conocidos por la
sociedad y por la ciencia. Debe viajar solo, lejos de las masas que se aferran a la firme seguridad de la tierra
firme.
Igual que en el pasado, una sola razón impulsa a los exploradores: la necesidad de descubrir por sí
mismos, porque aceptar algo que no sea un conocimiento de primera mano sería rendirse a las ideas y a las
suposiciones de quienes sólo conocen la tierra sólida.
En este momento, cada uno de nosotros tiene la oportunidad de ir más allá de las fronteras de lo físico y de
convertirse en explorador.
Todos podemos compartir esta fantástica aventura.