La masonería y la Segunda República española (I): la proclamación
El final de un sistema Las tres primeras décadas del siglo xx significaron para España, por un lado, una suma de intentos para modernizar el sistema parlamentario y, por otro, la conjunción de una serie de esfuerzos encaminados a aniquilarlo y sustituirlo por diversas utopías. En ese enfrentamiento, la masonería estuvo situada entre las fuerzas antisistema, lo mismo en las filas del anarquismo (Ferrer Guardia) que del socialismo del PSOE (Vidarte, Llopis, etc.), lo mismo en las de los republicanos (Lerroux y Martínez Barrios) que en las de los catalanistas (Companys). Tanto durante la Semana Trágica de 1909 como en el curso de la frustrada Revolución de 1917, los masones representaron un papel antisistema que per-seguía la desaparición de la monarquía parlamentaria. En paralelo, la infiltración de la masonería en el ejército --incluso durante la Dictadura de Primo de Rivera-- fue verdaderamente extraordinaria. Botón de muestra de ello es que aunque Primo de Rivera prohibió la celebración de un congreso masónico en Madrid, el general Barrera lo autorizó en Barcelona. A finales de los años veinte, el número de políticos e intelectuales que ingresaron --o regresó-- en la masonería fue considerable. En la enseñanza destacaron, entre otros, Fernando de los Ríos, Demófilo de Buen, Antonio Tuñón de Lara, Rodolfo Llopis, futuro secretrario general del PSOE, o Ramón y Enrique González Sicilia; en el periodismo, Joaquín Aznar, Ramón Gómez
de la Serna, Antonio de Lezama, Luis Araquistáin o Mariano Benlliure; y en la política, Vicente Marco, Eduardo Barriobero, Alvaro de Albornoz, Marcelino Domingo, Daniel Anguiano, Alejandro Lerroux, Eduardo Ortega y Gasset, Fermín Galán o el general López Ochoa. Cuando concluía la tercera década del siglo, los masones se hallaban en una situación envidiable para liquidar la monarquía parlamentaria y acceder al poder. Como en otras ocasiones a lo largo de la Historia, demostrarían mayor habilidad para aniquilar que para construir. De las logias flotantes a la proclamación de la Segunda República La adscripción de la masonería a las fuerzas antisistema que, al fin y a la postre, lograron la destrucción de la monarquía parlamentaria no fue meramente ideológica. Ya nos hemos referido en un capítulo anterior a las vinculaciones con el terrorismo anarquista. Debemos ahora señalar, siquiera someramente, su relación con las conspiraciones, y para ello resulta obligado hacer referencia a Angel Rizo y a las logias flotantes.' Angel Rizo nació en Madrid el 6 de junio de 1885. En 1906 era alférez de navío y en 1922 se inició en la Logia Aurora de Cartagena con el nombre de Bondareff que, posteriormente, cambiaría por el de Anatole France. Cuatro años después, Rizo conocería a Benjamín Balboa, telegrafista de la Armada y masón, que tendría un papel importantísimo en el aplastamiento de la rebelión de julio de 1936 en la marina. Capitán de corbeta, politiquero, solterón algo licencioso, indulgente con los subordinados y rebelde con el superior son algunos de los calificativos que merecía Rizo y que figuran en documentos de la época. En cualquier caso, Rizo lo que deseaba era favorecer el estallido de una revolución que acabara con la monarquía parlamentaria y para ello era consciente de que el establecimiento de logias en la marina tendría una importancia especial. La idea de trepanar las fuerzas armadas con logias masónicas no era nueva en España y, de hecho, constituyó la causa de no pocos
de los enfrentamientos civiles a lo largo del siglo x[x. Sin embargo, ahora Rizo aspiraba a emular las organizaciones conspirativas que en la marina rusa habían conducido al derrocamiento del zar y también a las francesas, que no habían conseguido un éxito similar pero que, con seguridad, eran incluso más conocidas en Occidente. El brazo derecho de Rizo era el capitán maquinista Sarabia, primo del comandante Sarabia que, junto a Zamarro y Merino, organizó el golpe de Estado --fallido-- de septiembre de 1929. Precisamente del 8 al 11 de noviembre de 1929, en el curso de la VIII Asamblea Simbólica, y a petición de Rizo, se analizó la creación de logias flotantes que favorecieran el control de la marina, y en junio de 1930 Diego Martínez Barrio --personaje que representaría un papel extraordinario durante la Segunda República-- le autorizó a hacer «prosélitos exclusivamente entre el personal subalterno de la Armada». Poco después de recibir esta autorización de la masonería, Rizo fue trasladado de Cartagena a Vigo, donde creó la Logia Vicus 8, así como otras en Pontevedra, Marín y Ferrol. Sin embargo, no fue el único aporte de Rizo a la conspiración. De hecho, fue él precisamente el que ideó el Pacto de San Sebastián que permitió la unión de las fuerzas republicanas --algunas de ellas de muy reciente adscripción al proyecto-- y que fue el núcleo del gobierno provisional de la Segunda República. Durante décadas ha sido causa de discusión el motivo de las concesiones que el PSOE y los republicanos hicieron a los nacionalistas catalanes cuya fuerza, a la sazón, era escasa. Quizá nunca lleguemos al fondo de esa cuestión, pero mueve a reflexión el pensar en el enorme peso que la masonería tenía en fuerzas como la Esquerra Republicana de Catalunya. Que, al fin y a la postre, el peso, absolutamente desproporcionado, que los nacionalistas catalanes iban a tener en el nuevo régimen republicano tuviera alguna relación con la masonería resulta, cuando menos, lógico. El Pacto de San Sebastián significó la configuración de un comité conspiratorio oficial destinado a acabar con la monarquía parlamentaria y sustituirla por una república. De la importancia de este paso puede juzgarse por el hecho de que los que participaron en la reunión del 17 de agosto de 1930 --Lerroux, Azaña, Domingo, Alcalá Zamora, Miguel Maura, Carrasco Formiguera,
Mallol, Ayguades, Casares Quiroga, Indalecio Prieto, Fernando de los Ríos...-- se convertirían unos meses después en el primer gobierno provisional de la República. La conspiración republicana comenzaría a actuar desde Madrid a partir del mes siguiente en torno a un comité revolucionario presidido por Alcalá Zamora; un conjunto de militares golpistas y prorepublicanos afiliados en algunos casos a la masonería (López Ochoa, Fermín Galán...) y un grupo de estudiantes de la FUE capitaneados por Graco Marsá. En términos generales, por lo tanto, el movimiento republicano quedaba reducido a minorías ya que incluso la suma de afiliados de los sindicatos UGT y CNT apenas alcanzaba al veinte por ciento de los trabajadores y el PCE, nacido unos años atrás de una escisión del PSOE, era minúsculo. En diciembre de 1930, Rizo era elevado al grado 3 2 a la vez que se le encomendaba la misión de impedir cualquier reacción contraria a una posible proclamación de la República en los próximos meses. No puede negarse que las logias flotantes cumplieron con su cometido a la perfección. De hecho, el 14 de abril --el día de la proclamación del nuevo régimen-- los hombres de la Escuadra de Ferrol - 3 5 0 0 -- se hallaban en Cartagena y se manifestaron por las calles a favor de la República. Desde ese momento, el control que la masonería tendría sobre la oficialidad de la Armada --o penetrándola o fiscalizándola-- iba a ser extraordinario. Ángel Rizo se convertiría después en diputado de Izquierda Republicana y director general de la Marina Mercante. A él se debería que, más adelante, Martínez Barrio, hermano masón, permitiera el reingreso en la marina de los maestres y cabos expulsados pero afectos. No menos importante resultaría su papel en la Armada en los años posteriores. Sin embargo, en aquel mes de diciembre de 1 9 3 0 , Rizo era sólo una pieza de la conspiración republicana. En un triste precedente de acontecimientos futuros, el comité republicano fijó la fecha del 1 5 de diciembre de 1 9 3 0 para dar un golpe militar que derribara la monarquía e implantara la Republica. Resulta difícil creer que el golpe hubiera podido triunfar. Sin embargo, el hecho de que los oficiales Fermín Galán y Angel García Hernández deci-
dieran adelantarlo al 12 de diciembre sublevando a la guarnición militar de Jaca tuvo como consecuencia inmediata que pudiera ser abortado por las autoridades. Juzgados en consejo de guerra y condenados a muerte, el gobierno acordó no solicitar el indulto y el día 14 Galán y García Hernández fueron fusilados. El intento de sublevación militar republicana llevado a cabo el día 1 5 de diciembre en Cuatro Vientos por Queipo de Llano y Ramón Franco (también masón) no cambió en absoluto la situación. Por su parte, los miembros del comité conspiratorio huyeron (Indalecio Prieto), fueron detenidos (Largo Caballero) o se escondieron (Lerroux, Azaña). En aquellos momentos, el sistema parlamentario podría haber desarticulado con relativa facilidad el movimiento revolucionario mediante el sencillo expediente de exponer ante la opinión pública su verdadera naturaleza a la vez que pro-cedía a juzgar a una serie de personajes que habían intentado derrocar el orden constitucional mediante la violencia armada de un golpe de Estado. No lo hizo, como tampoco lo había hecho en 1917. Por el contrario, la clase política de la monarquía constitucional quiso optar precisamente por el diálogo con los que deseaban su fin. Buen ejemplo de ello es que cuando Sánchez Guerra recibió del rey Alfonso XIII la oferta de constituir gobierno, lo primero que hizo el político fue personarse en la cárcel Modelo para ofrecer a los miembros del comité revolucionario encarcela-dos sendas carteras ministeriales. Con todo, como confesaría en sus Memorias Azaña, en aquellos momentos la República parecía una posibilidad ignota. El que se convirtiera en realidad se iba a deber no a la voluntad popular sino a una curiosa mezcla de miedo y de falta de información. La ocasión sería la celebración de unas elecciones municipales. A pesar de lo afirmado tantas veces por la propaganda republicana, las elecciones municipales de abril de 1931 ni fueron un plebiscito ni existía ningún tipo de razones para interpretarlas de esa manera. Su convocatoria no tuvo carácter de referéndum ni -- mucho menos-- de elecciones a Cortes Constituyentes. No solo eso. Tampoco fueron un triunfo electoral republicano. De hecho, la primera fase de las elecciones municipales celebrada el 5 de abril se cerró con los resultados de 14 018 concejales monár-
quicos y 1 832 republicanos, pasando a control republicano únicamente un pueblo de Granada y otro de Valencia. Con esos resultados, ninguna de las fuerzas antisistema hizo referencia a un plebiscito popular. Cuando el 12 de abril de 1931 se celebró la segunda fase de las elecciones, volvió a repetirse la victoria monárquica. Frente a 5 775 concejales republicanos, los monárquicos obtuvieron 22 150, es decir, el voto monárquico prácticamente fue el cuádruplo del republicano. A pesar de todo, los políticos monárquicos, los miembros del gobierno (salvo dos), los consejeros de palacio y los dos mandos militares decisivos --Berenguer y Sanjurjo-- consideraron que el resultado sí era plebiscitario y que además implicaba un apoyo extraordinario para la República y un desastre para la monarquía. El hecho de que la victoria republicana hubiera sido urbana --como en Madrid, donde el concejal del PSOE Saborit hizo votar por su partido a millares de difuntos-- pudo contribuir a esa sensación de derrota, pero no influyó menos en el resultado final la creencia (que no se correspondía con la realidad) de que los republicanos podían dominar la calle. Durante la noche del 12 al 13, el general Sanjurjo, a la sazón al mando de la Guardia Civil, dejó de manifiesto por telégrafo que no contendría un levantamiento contra la monarquía, un dato que los dirigentes republicanos supieron inmediatamente gracias a los empleados de Correos adictos a su causa. Ese cono-cimiento de la debilidad de las instituciones constitucionales ex-plica sobradamente que cuando Romanones y Gabriel Maura --con el expreso consentimiento del rey-- ofrecieron al comité revolucionario unas elecciones a Cortes Constituyentes, éste, que había captado el desfondamiento monárquico, no sólo rechazara la propuesta sino que exigiera la marcha del rey antes de la puesta del sol del 14 de abril. La depresión sufrida por el monarca que no había logrado superar la muerte de su madre, las algaradas organizadas por los republicanos en la calle, el espectro de la Revolución rusa que había incluido el asesinato de toda la familia del zar por orden de Lenin y el deseo de evitar una confrontación civil acabaron determinando el abandono de Alfonso XIII, el final de la monarquía parlamentaria y la proclamación, sin respaldo legal o democrático, de la Segunda República.
El advenimiento de la Segunda República estuvo rodeada de un considerable entusiasmo de una parte de la población y, sin embargo, es más que dudoso que semejante alegría pudiera asentarse en bases que fueran más allá del iluso subjetivismo. Por un lado, las fuerzas antisistema ahora en el poder habían sido derrotadas en las elecciones de abril de 1931 de manera clamorosa; por otro, distaban mucho de compartir unos mínimos objetivos comunes que aseguraran la estabilidad del nuevo sistema político. Examinadas objetivamente, las fuerzas que habían vencido --no electoralmente pero sí en la calle-- eran un pequeño y fragmentado número de republicanos con visiones disonantes; dos grandes fuerzas obreristas --socialistas y anarquistas-- que contemplaban la República como una fase hacia la utopía que debía ser surcada a la mayor velocidad; los nacionalistas --especialmente catalanes-- que ansiaban descuartizar la unidad de la nación y que se apresuraron a proclamar el mismo 14 de abril la República catalana y el Estat Catalá; y una serie de pequeños grupos radicales de izquierdas que acabarían teniendo un protagonismo notable, como era el caso del partido comunista. En su práctica totalidad, su punto de vista era utópico --aunque sus utopías resultaran incompatibles--; en su práctica totalidad, carecían de preparación política y, sobre todo, económica para enfrentarse con los retos que tenía ante sí la nación y, en su práctica totalidad también, adolecían de un virulento sectarismo político y social que no sólo excluía de la vida pública a considerables sectores de la población española sino que también plantearía irreconciliables diferencias entre ellos. Por si fuera poco, el éxito de su conspiración parecía legitimar de arriba abajo lo que había sido un comportamiento profundamente antidemocrático desarrollado durante décadas. La masonería asalta el aparato del Estado republicano El papel de la masonería en la marina no fue, en realidad, más que una muestra de la fuerza que la sociedad secreta disfrutaba en la España de inicios de los años treinta, una fuerza que aumenta-
ría espectacularmente durante los meses posteriores a la proclamación del nuevo régimen. De hecho, ésta vino seguida por una extraordinaria actividad política que partía directamente del seno de las logias masónicas. Así, de manera bien significativa, en la Asamblea nacional de la Gran Logia Española de 20 de abril de 1931 --apenas había transcurrido una semana desde el nacimiento de la República-- resultó aprobada la «Declaración de Principios adoptados en la Gran Asamblea de la Gran Logia Española». Entre ellos se establecía de forma bien reveladora la «Escuela única, neutra y obligatoria», la «expulsión de las órdenes religiosas extranjeras» (una referencia bastante obvia a los jesuitas) y el sometimiento de las nacionales a la Ley de Asociaciones. En otras palabras, la masonería estaba decidida a iniciar un combate que eliminara la presencia de la Iglesia católica en el terreno de la enseñanza, que sometiera la educación a la cosmovisión de la masonería y que implicara un control sobre las órdenes religiosas sin excluir la expulsión de la Compañía de Jesús. Con semejante planteamiento, no resulta sorprendente que los «hijos de la viuda» --que hasta ese momento habían participado de manera muy activa en las distintas conjuras encaminadas a derribar la monarquía parlamentaria-- ahora se entregaran febrilmente a la tarea de copar puestos en el nuevo régimen, una forma de actuar que, como ya vimos, contaba con abundantes precedentes en la historia de España y de otras naciones. Como expondría el masón José Marchesi, Justicia, a los miembros de la Logia Concordia en el mes de abril de 1931, «es preciso que la orden masónica se aliste para actuar de forma que esa influencia que en la vida pública nos atribuyen... sea realmente un hecho, un hecho real y tangible». Según Marchesi, la masonería debía «escalar las cumbres del poder público y llevar desde allí a las leyes del país la libertad de conciencia y de pensamiento, la enseñanza laica y el espíritu de tolerancia como reglas de vida». En otras palabras, so capa de tolerancia, la masonería debía controlar el nuevo régimen para modelarlo de acuerdo no con principios de pluralidad sino con los suyos propios. Desde luego, no se puede decir que el éxito no acompañara a esos planes porque el influjo de la masonería se extendió por to-
dos los poderes estatales, incluido el ejecutivo. Al respecto, los datos son irrefutables. La segunda gran jerarquía de la masonería española, Diego Martínez Barrio, y otros masones ocuparon diversas carteras en el gobierno provisional. Con la excepción de Alejandro Lerroux, que pertenecía entonces a la Gran Logia Española, el resto estaban afiliados al Grande Oriente. Así, Casares Quiroga, Marcelino Domingo, Alvaro de Albornoz y Fernando de los Ríos, ministro de Justicia, pertenecían a la masonería. En el segundo gobierno provisional, del 14 de octubre al 16 de diciembre de 1931, entró además José Giral. Se trataba de seis ministros en total, aunque algunas fuentes masónicas elevan la cifra has-ta siete. A esto se sumaron no menos de 15 directores generales, 5 subsecretarios, 5 embajadores y 21 generales. Para un movimiento que apenas contaba con unos miles de miembros en toda España se trataba indiscutiblemente de un éxito extraordinario. A pesar de lo anteriormente señalado, donde se puede contemplar con más claridad el éxito de la masonería es en el terreno electoral. De hecho, impresiona la manera en que las distintas logias lograron colocar a sus miembros en las listas electorales. Los ejemplos, al respecto, resultan, una vez más, harto reveladores. En la zona de jurisdicción del Mediodía, de 108 candidatos elegidos, 53 eran masones; en la zona regional madrileña, la Centro, los candidatos masones elegidos fueron 23 de 35; en la zona de la Gran Regional de Levante, de los 37 candidatos elegidos, 25 fue-ron masones; en la zona regional nordeste, de los 49 candidatos, 14 fueron masones; en Canarias, finalmente, de 11 candidatos elegidos, 4 fueron masones. Las cifras completas de masones diputados varían según los autores, pero en cualquier caso son muy elevadas aun sin contar la escasa extensión demográfica del movimiento. De los 470 diputados, según Ferrer Benemeli, 183 tenían conexión con la masonería. Sin embargo, las logias Villacampa, Floridablanca y Resurrección de La Línea afirmaban en octubre de 1931 que en las Cortes había 160 diputados masones, razón por la cual contaban con la fuerza suficiente para lograr la disolución de las órdenes religiosas. Finalmente, María Dolores Gómez Molleda ha proporcionado una lista de 151 diputados masones que debería considerarse un mínimo. En cualquiera de
los casos hay que convenir que se trata de una proporción extraordinaria de las Cortes y que demuestra una capacidad organizativa asombrosa. De hecho, el poder de la masonería llegó hasta el extremo de imponer como candidatos en provincias a un número de madrileños --una de las provincias donde había más afiliados era Madrid-- realmente muy elevada. Los criterios de funcionalidad de las logias lograron --al parecer sin mucha dificultad-. vencer totalmente los localismos. El peso de la masonería ni siquiera se vio frenado por una barrera generalmente tan rígida como las diferencias entre partidos. Estuvo presente en la totalidad de las fuerzas republicanas y con una pujanza enorme. De los dos diputados liberal-demócratas, uno era masón; de los 12 federales, 7; de los 30 de la Esquerra, 11; de los 30 de Acción Republicana, 16; de los 52 radical-socialistas, 30; de los 90 radicales, 43, e incluso de los 114 del PSOE, 35. A éstos habría que añadir otros 8 diputados masones pertenecientes a otros grupos. En otras palabras, la masonería extendía su influencia sobre partidos de izquierdas y de derechas, jacobinos y nacionalistas, incluso sobre los marxistas revolucionarios, como el PSOE, cuyos diputados, por lo visto, no tenían ningún problema en conciliar el materialismo dialéctico con la creencia en el Gran Arquitecto. Con esas Cortes --y esos ministros-- iba a abordarse la tarea de redacción de la nueva Constitución republicana, base del régimen nacido de una cadena continua de conspiraciones que, finalmente, habían triunfado el 14 de abril de 1931. La masonería modela la Constitución de la Segunda República Desde luego, hay que reconocer que la influencia de los «hijos de la viuda» se hizo sentir sobremanera ya en las primeras semanas del nuevo régimen. No deja de ser bien revelador que en el curso de la Gran Asamblea celebrada en Madrid durante los días 23, 2 y 25 de mayo de 1931 la Gran Logia Española acordara enviar una carta a Marcelino Domingo en la que se comentaba con satiafacción
cómo «algunos de los puntos acordados en dicha Gran Asamblea han sido ya recogidos en el Proyecto de Constitución pendiente de aprobación», añadiendo: «celebraríamos que usted se interesase para que fuesen incorporados a las nuevas leyes que ha de dictar el primer Parlamento de la República los demás extremos de nuestra declaración que aún no han sido aceptados». Difícilmente se hubiera podido ser más transparente con un hermano ciertamente bien ubicado en el nuevo reparto de poder. Durante los meses siguientes --y de nuevo resulta un tanto chocante desde nuestra perspectiva actual--, el tema religioso se convirtió en la cuestión estrella del nuevo régimen por encima de problemáticas como la propia reforma agraria. La razón no era otra que lo que se contemplaba, desde la perspectiva de la masonería, como una lucha por las almas y los corazones de los españoles. No se trataba únicamente de separar la Iglesia y el Estado como en otras naciones sino, siguiendo el modelo jacobino francés, de triturar la influencia católica sustituyéndola por otra laicista. Justo es reconocer, sin embargo, que la masonería no se hallaba sola en ese empeño, aunque sí fuera su principal impulsora.
Para buena parte de los republicanos de clases medias --un sector social enormemente frustrado y resentido por su mínimo papel en la monarquía parlamentaria fenecida--, la Iglesia católica era un adversario al que había que castigar por su papel en el sostenimiento del régimen derrocado. Por su parte, para los movimientos obreristas --comunistas, socialistas y anarquistas-- se trataba por añadidura de un rival social que debía ser no sólo orillado sino vencido sin concesión alguna. Es verdad que frente a esas corrientes claramente mayoritarias en el campo republicano hubo posiciones más templadas, como las de los miembros de la Institución Libre de Enseñanza o la de la Agrupación al Servicio de la República, pero, en términos generales, no pasaron de ser la excepción que confirmaba una regla generalizada. A pesar de todo lo anterior, inicialmente la comisión destinada a redactar un proyecto de Constitución para que fuera debatido por las Cortes Constituyentes se inclinó por un enfoque del terna religioso que recuerda considerablemente al consagrado en la actual Constitución española de 1978. En él se recogía la separación de Iglesia y Estado, y la libertad de cultos, pero, a la vez, se reconocía a la Iglesia católica un status especial como entidad de derecho público, reconociendo así una realidad histórica y social innegable. La Agrupación al Servicio de la República --y especialmente Ortega y Gasset-- defendería esa postura por considerarla la más apropiada y por unos días algún observador ingenuo hubiera podido pensar que sería la definitiva. Si no sucedió así se debió de manera innegable a la influencia masónica. De hecho, durante los primeros meses de existencia del nuevo régimen la propaganda de las logias tuvo un tinte marcada-mente anticlerical y planteó como supuestos políticos irrenunciables la eliminación de la enseñanza confesional en la escuela pública, la desaparición de la escuela confesional católica y la negación a la Iglesia católica incluso de los derechos y libertades propios de una institución privada. Desde luego, con ese contexto especialmente agresivo, no deja de ser significativo que se nombrara director general de primera enseñanza al conocido masón Rodolfo Llopis --que con el tiempo llegaría a secretario general del PSOE--, cuyos decretos y circulares de mayo de 1931 ya buscaron implantar un sistema laicista y colocar a la Iglesia católica contra las cuerdas. Se trataba de unos éxitos iniciales nada desdeñables, y en el curso de los meses siguientes la masonería lograría dos nuevos triunfos con ocasión del artículo 26 de la Constitución y de la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas complementaria de aquél. En su consecución resultó esencial el apoyo de los diputados y ministros masones, un apoyo que no fue fruto de la espontaneidad sino de un plan claramente pergeñado. Ha sido el propio Vidarte --masón y socialista-- el que ha recordado cómo «antes de empezar la discusión los diputados masones recibimos, a manera de recordatorio, una carta del Gran Oriente (sic) en la que marcaba las aspiraciones de la Masonería española y nos pedía el más cuidadoso estudio de la Constitución». Desde luego, las directrices masónicas no se limitaron a cartas o comunicados de carácter oficial. De hecho, se celebraron una serie de reuniones entre diputados masones, sin hacer distinciones de carácter partidista, durante el mes de agosto de 1931,
para fijar criterios unitarios de acción política. Una de ellas, la del 29 de agosto, tuvo lugar dos días después de presentarse a las Cortes el proyecto de Constitución y fue convocada por el político de izquierdas Pedro Rico, a la sazón Gran Maestre Regional. A esas reuniones oficiales se sumaron otras en forma de banquetes a las que ha hecho referencia Vidarte en sus Memorias. Desde la perspectiva de la masonería, aquellas reuniones resultaban obligadas porque el proyecto de Constitución planteaba la inexistencia de una religión estatal pero a la vez reconocía a la Iglesia católica como corporación de derecho público y garantizaba el derecho a la enseñanza religiosa. En otras palabras, se trataba de un planteamiento razonable en un sistema laico pero, a todas luces, insuficiente para la cosmovisión masónica. Así no resulta sorprendente que durante los debates del 27 de agosto al 1 de octubre los diputados masones fueran logrando de manera realmente espectacular que se radicalizaran las posiciones de la cámara, de tal manera que el proyecto de la comisión se viera alterado sustancialmente en relación con el tema religioso. Esa radicalidad fue asumida por el PSOE y los radical-socialistas, e incluso la Esquerra catalana suscribió un voto particular a favor de la disolución de las órdenes religiosas y de la nacionalización de sus bienes, eso sí, insistiendo en que no debían salir de Cataluña los que allí estuvieran localizados. En ese contexto claramente delimitado ya en contra del moderado proyecto inicial y a favor de una visión masónicamente laicista se llevó a cabo el debate último del que saldría el texto constitucional. Como hemos señalado, al fin y a la postre, no se trataba de abordar un tema meramente político sino del enfrentamiento feroz entre dos cosmovisiones, hasta el punto de que a cada paso volvía a aparecer la cuestión religiosa. Así, por ejemplo, cuando se discutió la oportunidad de otorgar el voto a la mujer --una propuesta ante la que desconfiaba la izquierda por pensar que podía escorarse el sufragio femenino hacia la derecha-- fueron varios los diputados que aprovecharon para atacar a las órdenes religiosas que eran «asesoras ideológicas de la mujer», asesoras, obviamente, nada favorables a otro tipo de asesoramiento que procediera de la masonería o de la izquierda.
el texto constitucional quedó plasmado no el contenido de la comisión inicial que pretendía mantener la separación de la iglesia y el Estado a la vez que se permitía un cierto status para la iglesia católica y se respetaba la existencia de las comunidades religiosas y su papel en la enseñanza. Por el contrario, la ley máxirna de la República recogió la disolución de la Compañía de Jesús, la prohibición de que las órdenes religiosas se dedicaran a la enseñanza y el encastillamiento de la Iglesia católica en una situación legal no por difusa menos negativa. El triunfo de la masonería había resultado, por lo tanto, innegable pero sus consecuencias fueron, al fin y a la postre, profundamente negativas. De entrada, la Constitución no quedó perfilada como un texto que diera cabida a todos los españoles fuera cual fuera su ideología, sino que se consagró como la victoria de una visión ideológica estrechamente sectaria sobre otra que, sea cual sea el juicio que merezca, gozaba de un enorme arraigo popular. En este caso, la masonería había vencido, pero a costa de humillar a los católicos y de causar daños a la convivencia y al desarrollo pacífico del país, por ejemplo, al eliminar de la educación centros indispensables tan sólo porque estaban vinculados con órdenes religiosas. Ese enfrentamiento civil fue, sin duda, un precio excesivo para la victoria de las logias.
El 29 de septiembre y el 7 de octubre se presentaron dos textos que abogaban por la nacionalización de los bienes eclesiásticos y la disolución de las órdenes religiosas. Los firmaban los masones Ramón Franco y Humberto Torres y recogían un conjunto de firmas mayoritariamente masónicas. Otras dos enmiendas más surgidas de los radical-socialistas y del PSOE fueron en la misma dirección y --no sorprende-- contaron con un respaldo que era mayoritariamente masónico. En apariencia, los distintos grupos del Parlamento apoyaban las posturas más radicales; en realidad, buen número de diputados masones --secundados por algunos que no lo eran-- estaban empujando a sus partidos en esa dirección. Cuando el 8 de octubre se abrió el debate definitivo -- que duraría hasta el día 10-- los masones estaban más que preparados para lograr imponer sus posiciones en materia religiosa y de enseñanza, posiciones que, por añadidura, podían quedar consagradas de manera definitiva en el texto constitucional. El resultado del enfrentamiento no pudo resultar más revelador. Ciertamente siguió existiendo un intento moderado por mantener el texto inicial y no enconar las posturas, pero fracasó totalmente ante la alianza radical del PSOE, los radical-socialistas y la Esquerra. El día 9, de hecho, esta visión se había impuesto, aceptando sólo como concesión el que la Compañía de Jesús fuera la única orden religiosa que resultara disuelta. Dos días después, el Gran Maestro Esteva envió a los talleres de la jurisdicción una circular en la que urgía la reunión inmediata de todos y cada uno de ellos para enviar motu proprio un telegrama al jefe del gobierno para que apoyara en la discusión que se libraba en el seno de las Cortes la separación de la Iglesia y el Estado, la supresión de las órdenes religiosas, la incautación de sus bienes y la eliminación del presupuesto del clero. Para lograrlo se ordenaba organizar manifestaciones y mítines que inclinaran la voluntad de las autoridades hacia las posiciones masónicas. Estos actos, sumados a una campaña de prensa, buscaban crear la sensación de que la práctica totalidad del país asumía unos planteamientos laicistas que, en realidad, distaban mucho de ser mayoritarios. El resultado final de las maniobras parlamentarias y la acción mediática y callejera difícilmente pudo saldarse con mayor éxito.
La masonería y la Segunda República española (II): del bienio republicano-socialista al alzamiento de 1934
El bienio republicano-socialista E a triunfo de los masones y de las fuerzas influidas por ellos acabó ,onvirtiéndose en una repetición inquietante de otras experienias anteriores. Los gobiernos republicano-socialistas --gobiernos en los que el peso de la masonería resulta casi increíble-- se caracterizaron por declaraciones voluntaristas; por una búsqueda de la confrontación, absolutamente innecesaria, con la Iglesia católica; por una clara incapacidad para enfrentarse con el radicalismo despertado por la demagogia de los tiempos anteriores; por una acusada inoperancia para llevar a la práctica las soluciones sociales prometidas y, de manera muy especial, por la incompetencia económica. Este último factor no fue de menor relevancia en la medida en que no sólo frustró totalmente la realización de una reforma agraria de enorme importancia a la sazón sino que además agudizó la tensión social con normativas --como la ley de términos inspirada por el PSOE-- que, supuestamente, favorecían a los trabajadores pero que, en realidad, provocaron una contracción del empleo y un peso insoportable para empresarios pequeños y medianos. La responsabilidad de los masones en esos fracasos no es, desde luego, escasa. Por citar sólo algunos ejemplos, Fernando de los Ríos en Instrucción Pública, Álvaro de Albornoz como presidente del Tribunal de Garantías Constitucionales, Juan Botella como ministro de justicia, Manuel Portela, Eloy Vaquero y Rafael Salazar
como titulares de la cartera de Gobernación, Huís Companys, como presidente de la Generalitat catalana, o Gerardo Abad Conde, como presidente del patronato para la incautación de los bienes de los jesuitas, fueron masones en puestos de responsabilidad y demuestran hasta qué punto la masonería tuvo que ver con procesos como el sistema educativo de carácter laicista, el nacionalismo catalán, la interpretación de las leyes o el expolio de los bienes del clero durante el periodo republicano. No podía ser menos cuando durante el breve régimen no menos de 17 ministros, 17 directores generales, 7 subsecretarios, 5 embajadores y 20 generales fueron masones.' En su acción, primó no, desde luego, el deseo de construir un régimen para todos los españoles sino el de modelar un sistema de acuerdo con su única cosmovisión. Al respecto, no deja de ser significativo que el 27 de diciembre de 1933 un militar masón llamado Armando Reig Fuertes ya apuntara la necesidad de realizar «la depuración del ejército». Sin embargo, sería injusto atribuir el fracaso del bienio sólo a las masones. A todo lo anterior hay que añadir --como en Francia, como en Rusia...-- la acción violenta de las izquierdas encaminada directamente a destruir la república. En enero de 1932, en Castilblanco y en Arnedo, los socialistas provocaron sendos motines armados en los que hallaron, primero, la muerte agentes del orden público para luego desembocar en una durísima represión. El día 19 del mismo mes, los anarquistas iniciaron una sublevación armada en el Alto Llobregat2 que duró tan sólo tres días y que fue reprimida por las fuerzas de orden público. Durruti, uno de los incitadores de la revuelta, fue detenido pero a finales de año se encontraba nuevamente en libertad e impulsaba a un nuevo estallido revolucionario a una organización como la CNTFAI que, a la sazón, contaba con más de un millón de afiliados.3 De manera nada sorprendente, en enero de 1933 se produjo un nuevo intento revolucionario de signo anarquista. Su alcance se limitó a algunas zonas de Cádiz, como fue el caso del pueblo de Casas Viejas. El episodio tendría pésimas consecuencias para el gobierno de izquierdas ya que la represión de los sublevados sería durísima e incluiría el fusilamiento de algunos de los detenidos y,
por añadidura, los oficiales que la llevaron a cabo insistirían en que sus órdenes habían procedido del mismo Azaña.4 Aunque las Cortes reiterarían su confianza al gobierno, sus días estaban contados. A lo largo de un bienio podía señalarse que la situación política era aún peor que cuando se proclamó la República. El gobierno republicano había fracasado en sus grandes proyectos, como la reforma agraria o el impulso a la educación --en este último caso siquiera en parte por su intento de liquidación de la enseñanza católica--, había gestionado deficientemente la economía nacional y había sido incapaz de evitar la radicalización de una izquierda revolucionaria formada no sólo por los anarquistas sino también por el PSOE, que pasaba por un proceso que se definió como «bolchevización». Éste se caracterizó por la aniquilación de los partidarios (como Julián Besteiro) de una política reformista y parlamentaria y el triunfo de aquellos que (como Largo Caballero) propugnaban la revolución violenta que destruyera la República e instaurara la dictadura del proletariado. La reacción que se produjo ante ese fracaso tuvo también paralelos con otras épocas de la Historia. El fracaso republicano-socialista no tardó en reportar beneficios políticos a las derechas. Durante la primavera y el verano de 1932, la violencia revolucionaria de las izquierdas, y la redacción del Estatuto de Autonomía de Cataluña y del proyecto de Ley de Reforma Agraria impulsaron, entre otras consecuencias, un intento de golpe capitaneado por Sanjurjo que fracasó estrepitosamente en agosto. Sin embargo, las derechas habían optado por integrarse en el sistema --a pesar de su origen tan dudosamente legítimo-- y, a diferencia de las izquierdas, aceptar las reglas de un juego parlamentario que nunca había sido cuestionado por ellas durante las décadas anteriores. Se produjo así la creación de una alternativa electoral a las fuerzas que habían liquidado el sistema parlamentario anterior a abril de 1931 y, entre el 28 de febrero y el 5 de marzo, tuvo lugar la fundación de la CEDA (Confederación Española de Derechas A utónomas), una coalición de fuerzas de derechas y católicas. La reacción de Azaña --iniciado en la masonería cuando ya estaba en el poder-- ante la respuesta de las derechas fue intentar a segurarse el dominio del Estado mediante la articulación de me-
canismos legales concretos. El 25 de julio de 1933 se aprobó una Ley de Orden Público que dotaba al gobierno de una enorme capacidad de represión y unos poderes considerables para limitar la libertad de expresión, y antes de que concluyera el mes Azaña -- que intentaba evitar unas elecciones sobre cuyo resultado no era optimista-- lograba asimismo la aprobación de una ley electoral que reforzaba las primas a la mayoría. Mediante un mecanismo semejante, Azaña tenía intención de contar con una mayoría considerable en unas Cortes futuras aunque la misma realmente no se correspondiera con la proporción de votos obtenidos en las urnas. Examinadas con objetividad, las medidas impulsadas por Azaña no sólo resultaban dudosamente democráticas, sino que además dejaban traslucir una falta de confianza en la democracia como sistema. Semejante comportamiento no ha sido extraño en la trayectoria histórica de la izquierda española, aquejada de un complejo de hiperlegitimidad, y ha sido habitual en la masonería, en la que, lejos de profesarse la fe en la democracia, se aboga más bien por el dominio de una élite impregna-da de principios luminosos. A pesar de contar con los nuevos instrumentos legales, durante el verano de 1933, Azaña se resistió a convocar elecciones. Fueron precisamente en aquellos meses estivales cuando se consagró la «bolchevización» del PSOE. En la escuela de verano del PSOE, Torrelodones, los jóvenes socialistas celebraron una serie de conferencias donde se concluyó la aniquilación política del moderado Julián Besteiro, el apartamiento despectivo de Indalecio Prieto y la consagración entusiasta de Largo Caballero, al que se aclamó como el «Lenin español». El modelo propugnado por los socialistas no podía resultar, pues, más obvio y más en una época en que el PCE era un partido insignificante. Los acontecimientos se iban a precipitar a partir de entonces. El 3 de septiembre de 1933, el gobierno republicano-socialista sufrió una derrota espectacular en las elecciones generales para el Tribunal de Garantías y cinco días después cayó. A pesar de la leyenda rosada que no pocos han creado en torno al bienio republicano-socialista, lo cierto es que los resultados difícilmente pudieron ser peores, y no es menos verdad que cuan-
do se tienen en cuenta todos los aspectos que hemos señalado sucintamente no resulta extraño que así fuera. Tampoco puede sorprender que los conspiradores de abril de 1931, a pesar de tener en sus manos todos los resortes del poder, a pesar de intentar realizar purgas en los distintos sectores de la administración sin excluir el Ejército, a pesar de promulgar una Ley de Defensa de la República que significaba la posibilidad de consagrar una dictadura de facto y a pesar de arrinconar a la Iglesia católica corno temido rival ideológico sufrieran un monumental desgaste en apenas un bienio. La clave quizá se encuentre en el hecho de que habían prometido logros inalcanzables por irreales y por utópicos, y los logros prácticos, más allá de la palabrería propagandística, fueron muy magros. Por eso a nadie pueden sorprender los resultados electorales de 1933. En las elecciones de 19 de noviembre votó el 67,46 por ciento del censo electoral y las mujeres por primera vez5. Las derechas obtuvieron 3 365 700 votos, el centro 2 051 500 y las izquierdas 3 118 000. Sin embargo, el sistema electoral --que favorecía, por decisión directa de Azaña, las grandes agrupaciones-- se tradujo en que las derechas, que se habían unido para las elecciones, obtuvieran más del doble de escaños que las izquierdas, con una diferencia entre ambas que no llegaba a los doscientos cincuenta mil votos» 1934: el PSOE y los nacionalistas se alzan contra el gobierno legítimo de la República La derrota de las izquierdas en las elecciones --tan sólo fueron elegidos esta vez 55 diputados masones-- no debería haber provocado ninguna reacción extraordinaria entre fuerzas democráticas en la medida en que es una eventualidad de alternancia de poder legítima y necesaria en cualquier sistema democrático. Sin embargo, para grupos que desde hacía décadas cultivaban la amarga planta de la conspiración y que habían llegado al poder trepando sobre la misma y no gracias a un procedimiento democrático, se trató de una experiencia insoportable. La utopía había estado, desde su punto de vista, al alcance de la mano y ahora las
urnas les habían apartado de ella. La reacción fue antidemocrática, pero comprensible --seguramente inevitable-- para cualquiera que conociera la trayectoria histórica de los republicanos, los nacionalistas catalanes y el PSOE. Esa disposición de las fuerzas antisistema, que incluyó expresamente el recurso ala violencia revolucionaria, dislocó el sistema republicano durante los siguientes años y abrió el camino a la guerra civil. En puridad, tras las elecciones de 1933, la fuerza mayoritaria --la CEDA-- tendría que haber sido encargada de formar gobierno, pero las izquierdas que habían traído la Segunda República no estaban dispuestas a consentirlo a pesar de su indudable triunfo electoral. Mientras el presidente de la República, Alcalá Zamora, encomendaba la misión de formar gobierno a Lerroux, un republicano histórico pero en minoría, el PSOE y los nacionalistas catalanes comenzaron a urdir una conspiración armada que acabara con un gobierno de centro-derecha elegido democráticamente. Semejante acto iba a revestir una enorme gravedad porque no se trataba de grupos exteriores al Parlamento --como había sido el caso de los anarquistas en 1932 y 1933--, sino de partidos con representación parlamentaria que estaban dispuestas a torcer el resultado de las urnas por la fuerza de las armas.? Los llamamientos a la revolución fueron numerosos, claros y contundentes. El 3 de enero de 1934, la prensa del PSOE' publicaba unas declaraciones de Indalecio Prieto que ponían de manifiesto el clima que reinaba en su partido: «Y ahora piden concordia. Es decir, una tregua en la pelea, una aproximación de los partidos, un cese de hostilidades... ¿Concordia? No. ¡Guerra de clases! Odio a muerte a la burguesía criminal. ¿Concordia? Sí, pero entre los proletarios de todas las ideas que quieran salvarse y librar a España del ludibrio. Pase lo que pase, ¡atención al disco rojo!» Al mes siguiente, la CNT propuso a la UGT una alianza revolucionaria, oferta a la que respondió el socialista Largo Caballero con la de las Alianzas Obreras. Su finalidad era aniquilar el sistema parlamentario y llevar a cabo la revolución. A finales de mayo, el PSOE desencadenó una ofensiva revolucionaria en el campo que reprimió enérgicamente Salazar Alonso, el ministro
de Gobernación. A esas alturas, el gobierno contaba con datos referidos a una insurrección armada en la que tendrían un papel importante no sólo el PSOE sino también los nacionalistas catalanes y algunos republicanos de izquierdas. No se trataba de rumores sino de afirmaciones de parte. La prensa del PSOE,' por ejemplo, señalaba que las teorías de Frente Popular propugnadas por los comunistas a impulso de Stalin eran demasiado moderadas porque no recogían «las aspiraciones trabajadoras de conquistar el poder para establecer su hegemonía de clase». Por el contrario, se afirmaba con verdadero orgullo que las Alianzas Obreras, propugnadas por Largo Caballero, eran «instrumento de insurrección y organismo de poder». A continuación, E l Socialista trazaba un obvio paralelo con la revolución bolchevique: «Dentro de las diferencias raciales que tienen los soviets rusos, se puede encontrar, sin embargo, una columna vertebral semejante. Los comunistas hacen hincapié en la organización de soviets que preparen la conquista insurreccional y sostengan después el poder obrero. En definitiva, esto persiguen las Alianzas.» Si de algo se puede acusar a los medios socialistas en esa época no es de hipocresía. Renovación' ° anunciaba en el verano de 1934 refiriéndose a la futura revolución: «¿Programa de acción? Supresión a rajatabla de todos los núcleos de fuerza armada desparramada por los campos. Supresión de todas las personas que por su situación económica o por sus antecedentes puedan ser una rémora para la revolución.» Las izquierdas no estaban dispuestas a consentir que la CEDA entrara en el gobierno por más que las urnas la hubieran convertido en la primera fuerza parlamentaria. Caso de producirse esa circunstancia, se opondrían incluso yendo contra la legalidad. No en vano el 25 de septiembre El Socialista anunciaba: «Renuncie todo el mundo a la revolución pacífica, que es una utopía; bendita la guerra», y, dos días después, remachaba: «El mes próximo puede ser nuestro octubre. Nos aguardan días de prueba, jornadas duras. La responsabilidad del proletariado español y sus cabezas directoras es enorme. Tenemos nuestro ejército a la espera de ser movilizado.» Se trataba de todo menos de bravatas. El día 9 de ese mismo mes de septiembre de 1934, la Guardia Ci-
vil había descubierto un importante alijo de armas que, a bordo del Turquesa, se hallaba en la ría asturiana de Pravia. Una parte de las armas había sido ya desembarcada y, siguiendo órdenes de Indalecio Prieto, transportada en camiones de la Diputación Provincial, controlada a la sazón por el PSOE. La finalidad del alijo no era otra que armar a los socialistas preparados para la sublevación. Sin embargo, las responsabilidades no se referían únicamente al PSOE. Azaña, a pesar de conocer entonces lo que tramaban socialistas y catalanistas, no informó a las autoridades republicanas y decidió quedarse en Barcelona, donde había acudido a un funeral, a la espera de los acontecimientos. Por su parte, antes de concluir el mes, el Comité Central del PCE anunciaba su apoyo a un frente único con finalidad revolucionaria." La conspiración que aniquilaría la República parlamentaria y proclamaría la dictadura del proletariado estaba harto fraguada y se desencadenaría en unas horas. Todos estos detalles son relativamente conocidos --ciertamente ocultados por algunos autores en la medida en que deslegitiman documentalmente toda una visión políticamente correcta de la Segunda República y la guerra civil española-- y han sido objeto de estudio muy riguroso en los últimos años en diferentes obras, entre las que destacan las debidas a Pío Moa.12 Sin embargo, se ha prestado menos atención al papel de la masonería en el proceso. De manera bien reveladora, lo que sabemos sobre la cuestión nos ha sido facilitado por uno de los socialistas, Juan Simeón Vidarte, que colaboró en la preparación del golpe de 1934 y que era masón. Vidarte13 ha indicado cómo cuando se fraguaba el alzamiento del PSOE, en el seno de este partido se planteó la cuestión de aquellos militantes que eran masones. Mientras que un sector del partido, capitaneado por Amaro del Rosal, sostenía que la doble militancia era intolerable, Vidarte y otros «hijos de la viuda» hicieron valer la histórica conexión existente entre la masonería y el socialismo. Vidarte le diría a Largo Caballero que «no había el menor desdoro en pertenecer a la masonería, cual lo hicieron socialistas tan eminentes como Karl Marx, Friedrich Engels, Jean Jaurés, Lafargue, Bebel y hasta el propio Lenin». Este
argumento impresionó a Largo Caballero. Pero, sobre todo, Vidarte se refirió un aspecto esencial en esos momentos y que no era otro que la ayuda que la masonería estaba proporcionando al PSOE, a los republicanos y a la Esquerra en el seno de las fuerzas armadas. Largo Caballero recordaba la manera en que los jueces masones habían favorecido a los encausados «en el consejo de guerra de 1917», de manera que confirmó ese extremo a Vidarte y le informó incluso de que la masonería era el canal usado por Indalecio Prieto para sumar al ejército a la rebelión armada del PSOE. «Yo he entrado antes que usted en las logias», confesaría Largo Caballero a Vidarte. No sólo eso. Como reconoce el propio Vidarte, «vencida la insurrección de octubre, la masonería, tanto la nacional como la extranjera, prestó una gran ayuda en la consecución del indulto de González Peña, clave de cientos de indultos más». Desde luego, se trataba de una manera bien peculiar de respetar el orden legal establecido... Por otro lado, que socialistas y catalanistas dieran ese paso está cargado de significado, pero, sobre todo, indica hasta qué punto eran conscientes de la penetración del ejército por la masonería y cómo ésta se identificaba con las fuerzas políticas que habían derrocado la monarquía parlamentaria y proclamado la República en 1931, y perdido las elecciones en 1933. Esa identificación justificaba, desde su punto de vista, alzarse en armas contra un gobierno legítimo y pervertir todo el proceso democrático. El resto del episodio resulta ampliamente conocido. El 1 de octubre de 1934, Gil Robles exigió la entrada de la CEDA en el gobierno de Lerroux. Sin embargo, en una clara muestra de moderación política, Gil Robles ni exigió la presidencia del gabinete (que le hubiera correspondido en puridad democrática) ni tampoco la mayoría de las carteras. El 4 de octubre entrarían, finalmente, tres ministros de la CEDA en el nuevo gobierno, todos ellos de una trayectoria intachable: el catalán y antiguo catalanista Oriol Anguera de Sojo, el regionalista navarro Aizpún y el sevillano Manuel Giménez Fernández, que se había declarado expresamente republicano y que defendía la realización de la reforma agraria. La presencia de ministros cedistas en el gabinete
fue la excusa presentada por el PSOE y los catalanistas para poner en marcha un proceso de insurrección armada que, como hemos visto, venía fraguándose desde hacía meses. Tras un despliegue de agresividad de la prensa de izquierdas el 5 de octubre, el día 6 tuvo lugar la sublevación. El carácter violento de la misma quedó de manifiesto desde el principio. En Guipúzcoa, por ejemplo, los alzados asesinaron al empresario Marcelino Oreja Elósegui. En Barcelona, el dirigente de la Esquerra Republicana, antiguo defensor de los terroristas anarquistas y masón, Companys, proclamó desde el balcón principal del palacio presidencial de la Generalitat «el Estat Catalá dentro de la República Federal Española» e invitó a «los dirigentes de la protesta general contra el fascismo a establecer en Cataluña el gobierno provisional de la República». Sin embargo, ni el gobierno republicano era fascista, ni los dirigentes de izquierdas recibieron el apoyo que esperaban de la calle, ni el ejército, la Guardia Civil o la de Asalto, a pesar del peso de la masonería, se sumaron al levanta-miento. La Generalitat se rindió así a las seis y cuarto de la mañana del 7 de octubre. El fracaso en Cataluña tuvo claros paralelos en la mayoría de España. Sin el apoyo de las fuerzas armadas --con las que el PSOE había mantenido contactos como en 1930-- ni de las esperadas masas populares que no se sumaron al golpe de Estado nacionalista-socialista, éste fue abortado al cabo de unas horas. La única excepción se produjo en Asturias, donde los alzados contra el gobierno legítimo de la República lograron un éxito inicial y dieron comienzo a un proceso revolucionario que marcaría la pauta para lo que sería la guerra civil de 1936. La desigualdad inicial de fuerzas fue verdaderamente extraordinaria. Los alzados contaban con un ejército de unos treinta mil mineros bien pertrechados gracias a las fábricas de armas de Oviedo y Trubia y bajo la dirección de miembros del PSOE, como Ramón González Peña, Belarmino Tomás y Teodomiro Menéndez, aunque una tercera parte de los insurrectos pudo pertenecer a la CNT. Sus objetivos eran dominar hacia el sur el puerto de Pajares para llevar la revolución hasta las cuencas mineras de León y desde allí, con la complicidad del sindicato ferroviario de la UGT, al resto
de España y apoderarse de Oviedo. Frente a los sublevados había mil seiscientos soldados y unos novecientos guardias civiles y de asalto que contaban con el apoyo de civiles en Oviedo, Luarca, Gijón, Avilés y el campo. La acción de los revolucionarios siguió patrones que recordaban trágicamente los males sufridos en Rusia. Mientras se procedía a detener e incluso a asesinar a gente inocente tan sólo por su pertenencia a un segmento social concreto, se desató una oleada de violencia contra el catolicismo que incluyó desde la quema y profanación de lugares de culto --incluyendo el intento de volar la Cámara Santa-- hasta el fusilamiento de religiosos. El 5 de octubre, primer día del alzamiento, un joven estudiante pasionista de Mieres, de veintidós años de edad y llamado Amadeo Andrés, fue rodeado mientras huía del convento y asesinado. Su cadáver fue arrastrado. Tan sólo una hora antes había sido también fusilado Salvador de María, un compañero suyo que también intentaba huir del convento de Mieres. No fueron, desgraciadamente, las únicas víctimas de los alzados. El padre Eufrasio del Niño Jesús, carmelita, superior del convento de Oviedo, fue el último en salir de la casa antes de que fuera asaltada por los revolucionarios. Lo hizo saltando una tapia con tan mala fortuna que se dislocó una pierna. Se le prestó auxilio en una casa cercana pero, finalmente, fue trasladado a un hospital. Delatado por dos enfermeros, el comité de barrio decidió condenarlo a muerte dada su condición de religioso. Se le fusiló unas horas después, dejándose abandonado su cadáver ante una tapia durante varios días. El día 7 de octubre, la totalidad de los seminaristas de Oviedo --seis-- fue pasada por las armas al descubrirse su presencia, siendo el más joven de ellos un muchacho de dieciséis años. Con todo, posiblemente el episodio más terrible de la persecución religiosa que acompañó a la sublevación armada fue el asesinato de los ocho hermanos de las Escuelas Cristianas y de un padre pasionista que se ocupaban de una escuela en Turón, un pueblo en el centro de un valle minero. Tras concentrarlos en la Casa del Pueblo, un comité los condenó a muerte, considerando que, puesto que se ocupaban de la educación de buena parte de los niños
de la localidad, ejercían una influencia indebida. El 9 de octubre de 1934, poco después de la una de la madrugada, la sentencia fue ejecutada en el cementerio y, a continuación, se los enterró en una fosa especialmente cavada para el caso. De manera no difícil de comprender, los habitantes de Turón, que habían sido testigos de sus esfuerzos educativos y de la manera en que se había producido la muerte, los consideraron mártires de la fe desde el primer momento. Serían beatificados en 1990 y canonizados el 21 de noviembre de 1999. Formarían así parte del grupo de los diez primeros santos españoles que alcanzaron esa condición a causa del martirio.14 En ningún caso se trató de la acción de incontrolados --un argumento esgrimido en múltiples ocasiones para exculpar el crimen-- sino del comportamiento consciente de grupos fuertemente convencidos de la bondad de la ideología socialista. La revolución de Asturias fue sofocada por la acción de las fuerzas armadas bajo el mando del general Franco. Se produciría así una paradoja histórica que suele pasarse, de manera no del todo desinteresada, por alto. En aquel octubre de 19.34 fueron el PSOE, la CNT, el PCE y la Esquerra los que violaron la legalidad republicana y Franco el que la defendió salvándola de una revolución extraordinariamente cruenta. Todavía el 16 de octubre de 1934, a unas horas de su derrota definitiva, el Comité Provincial Revolucionario lanzaba un manifiesto donde señalaba su identificación con el modelo leninista: «Rusia, la patria del proletariado, nos ayudará a construir sobre las cenizas de lo podrido el sólido edificio marxista que nos cobije para siempre, y concluía afirmando: «Adelante la revolución. ¡Viva la dictadura del proletariado!»'' El balance de las dos semanas de revolución socialista-nacionalista fue ciertamente sobrecogedor. Las fuerzas de orden público habían sufrido 324 muertes y 903 heridos, además de 7 desaparecidos. Entre los paisanos, los muertos --causados por ambas partes-- llegaron a 1 051 y los heridos a 2 051. Por lo que se refería a los daños materiales ocasionados por los sublevados habían sido muy cuantiosos y afectado a 58 iglesias, 26 fábricas, 58 puentes, 63 edificios particulares y 730 edificios públicos. Ade-
más, los alzados habían realizado destrozos en 66 puntos del ferrocarril y 31 de las carreteras. Asimismo ingresaron en prisión unas quince mil personas por su participación en el alzamiento armado pero durante los meses siguientes fueron saliendo en libertad en su mayor parte. Sin embargo, el mayor coste de la sublevación protagonizada por los nacionalistas catalanes, el PSOE, la CNT y, en menor medida, el PCE fue político. En buena medida, la Segunda República había entrado en agonía y se había abierto un sendero que conducía a la guerra civil. No eran pocos los masones responsables de haber llegado a ese estado de cosas.
La masonería y la Segunda República española (III): la guerra civil
1936: los masones se dividen Es difícil exagerar a la hora de calibrar las gravísimas consecuencias del alzamiento protagonizado por el PSOE y la Esquerra, con el apoyo directo de la masonería, contra el gobierno de la República en octubre de 1934. De hecho, el descoyuntamiento de la vida política y social provocado por la sublevación fue tan grave que a partir de ese momento aquélla discurrió fundamentalmente en el terreno de la propaganda y fuera del Parlamento. En paralelo, y no resulta extraño que así aconteciera, se produjo un escalofriante aumento de la violencia callejera. La misma obedeció una vez más al impulso de una izquierda que --como en 1917 o 1930-- comprobó que la acción legal que contra ella ejercía la derecha carecía de la energía suficiente como para controlar la situación. En teoría - - y más si se atendía a la propaganda de las izquierdas--, el gobierno de centro-derecha podría haber aniquilado poniéndolas fuera de la ley a formaciones como el PSOE, la CNT o la Esquerra Republicana que habían participado abierta y violentamente en un alzamiento armado contra la legitimidad y la legalidad republicanas. Sin embargo, la conducta seguida por las derechas fue muy distinta. La represión, a pesar de lo indicado por la propaganda izquierdista, fue limitada y, en un esfuerzo por alcanzar la paz social, incluso se avanzó en terrenos donde la acción de la conjunción republicano-socialista había ido poco más allá que las palabras. Ciertamente, el 2 de enero de 1935 se apro-
bó por ley la suspensión del Estatuto de Autonomía de Cataluña, pero, a la vez, bajo su impulso tuvo lugar el único esfuerzo legal y práctico que mereció en todo el periodo republicano el nombre de reforma agraria. Como señalaría el socialista Gabriel Mario de Coca, «los gobiernos derechistas asentaron a 20 000 campesinos, y bajo las Cortes reaccionarias de 1933 se efectuó el único avance social realizado por la República». No se redujo a eso su política. Federico Salmón, ministro de Trabajo, y Luis Lucía, ministro de Obras Públicas, redactaron un «gran plan de obras pequeñas>) para paliar el paro; se aprobó una nueva Ley de Arrendamientos Urbanos que defendía a los inquilinos; se inició una reforma hacendística de calado debida a Joaquín Chapaprieta y encaminada a lograr la necesaria estabilización; y Gil Robles, ministro de la Guerra, llevó a cabo una reforma militar de enorme relevancia. Consideradas con perspectiva histórica, todas estas medidas denotaban un impulso sensato por abordar los problemas del país desde una perspectiva más basada en el análisis técnico y especializado que en el seguimiento de recetas utópicas. Fue precisamente desde el terreno de las utopías izquierdistas y nacionalistas desde donde se planteó la obstrucción a todas aquellas medidas a la vez que se lanzaba una campaña propagandística destinada a desacreditar al gobierno y cuya base única eran los relatos, absolutamente demagógicos, de las supuestas atrocidades cometidas por las fuerzas del orden en el sofocamiento de la revolución de octubre. De manera inquietante, semejante propaganda pretendía convertir en héroes --y en buena medida lo consiguió-- a los que se habían alzado en armas contra el orden constitucional, a la vez que denigraba, como si de viles canallas se tratara, a los que lo habían defendido. Semejante subversión de la realidad democrática iba a rendir sus dividendos a las izquierdas, pero empujaría directamente al país a una guerra civil. A lo anterior se unió en septiembre de 1935 el estallido del escándalo del estraperlo, una estafa que afectó al partido radical de Lerroux. Como señalaría lúcidamente Josep Pla,' la Administración de Justicia no pudo determinar responsabilidad legal alguna --precisamente la que habría resultado interesante--, pero en una sesión de Cortes del 28 de octubre se produjo el hundimien-
to político del partido radical, unas de las fuerzas esenciales en el colapso de la monarquía constitucional y el advenimiento de la República menos de cuatro años antes. Así, la CEDA quedaba prácticamente sola en la derecha frente a unas izquierdas poseídas de una creciente agresividad. Porque no se trataba únicamente de propaganda y demagogia. Durante el verano de 1935, el PSOE y el PCE --que en julio ya había recibido de Moscú la consigna de formación de frentes populares-- desarrollaban contactos para una unificación de acciones.' En paralelo, republicanos y socialistas discutían la formación de milicias comunes mientras los comunistas se pronunciaban a favor de la constitución de un ejército rojo. El fracaso del alzamiento armado --que descarada-mente negaron los responsables socialistas y de la Esquerra-- no sólo no contribuyó a disuadir a sus protagonistas de utilizar la violencia, sino que los llevó a adentrarse por ese camino de una manera más organizada. Precisamente en ese clima que anunciaba que se produciría una nueva revolución de las izquierdas en cuanto que existiera oportunidad, el 14 de noviembre, Azaña propuso a la ejecutiva del PSOE una coalición electoral de izquierdas. Acababa de nacer el Frente Popular. En esos mismos días, Largo Caballero, el «Lenin» español, salía de la cárcel --después de negar cínicamente su participación en la revolución de octubre de 1934-- y la sindical comunista CGTU entraba en la UGT socialista. El Frente Popular tendría paralelos en la doctrina de la Komintern sobre el tema y, por ejemplo, en Francia, había incluido, entre otros pasos, el solicitar la colaboración del Gran Oriente francés. En el caso español, resulta indiscutible que la masonería corno tal estaba dispuesta a apoyar al Frente Popular. Cuestión aparte era la conducta peculiar de algunos masones. Para no pocos --y así quedaría trágicamente de manifiesto al estallar la guerra c i v i l , España estaba viviendo un proceso similar al atravesado por Rusia en 1917. Si las izquierdas regresaban al poder, lo que cabría esperar sería la repetición de un proceso revolucionario