En Ezequiel 47, vemos cómo el profeta es llevado a un río que fluye desde el altar. Al principio el agua le llega a los tobillos, luego a las rodillas, después a la cintura, hasta que llega un punto en el que ya no puede caminar… solo puede nadar. Ese río representa el fluir de Dios: profundo, poderoso e imparable.