La Revolución francesa del siglo XVIII prometió un mundo nuevo: el derrocamiento de la monarquía absoluta se llevaba consigo la arbitrariedad como sistema y abría un camino. En este nuevo mundo la ley y la justicia garantizarían la equidad y la libertad de todos los ciudadanos. Sin embargo, paralelamente a estos procesos que debían institucionalizar esa democracia, en Inglaterra se producía la Revolución industrial que potenciaba la capacidad productiva: nacía un modelo económico que pregonaba la libre competencia. El siglo XIX tropezó con la dificultad: se habían puesto en marcha dos regímenes contradictorios entre sí: la igualdad y la libertad no podían convivir. A mayor libertad la competencia daba lugar al triunfo de los más aptos y la desigualdad era su lógica consecuencia.