Locución musicalizada de este emocionante poema del genial poeta peruano, Federico Barreto.
Es de noche. Cesó ya en el palacio
el rumor de la fiesta,
y la novia, de azahares coronada,
entra en su alcoba por la vez primera...
Está sola, y parece combatida
por inquietud secreta...
Tiembla como una flor
sobre su tallo,
y ella misma no sabe por qué tiembla...
Sospecha una ventura, y le da espanto;
presiente un sacrificio y lo desea.
Sabe que en aquel nido está su dicha,
y aquel nido la aterra...
Quisiera huir... correr... alzar el vuelo
lo mismo que las aves prisioneras,
y en vez de abrir las puertas de su jaula,
va puntillas, a cerrar las puertas!
Escucha con el índice en la boca
le ahoga la emoción... Está suspensa:
le ha parecido oír, en el silencio,
pisadas que se acercan...
Escucha largo tiempo
... Al fin sonríe...
Se engañó, nadie llega...
Su propio corazón le ha dado miedo;
él, en su cárcel,
es el que golpea!
Tranquila ya pasea en torno suyo
su mirada serena,
y todo lo que ve le causa encanto,
y todo lo que toca la deleita.
Un espejo! Qué hermoso! Qué brillante!
En su ovalada luna de Venecia
se retrata una virgen de Murillo,
¡y esa virgen es ella!
Se aproxima al cristal; en él se mira,
y retrocede inquieta...
¡Su propia imagen ha desconocido!
Se ha figurado al verla
que otra mujer para observar su dicha
oculta allí la acecha!
Y obsesionada, herida de repente
por esta loca idea,
su linda faz oculta entre las manos
y se pone encarnada de vergüenza...
Dobla después la frente sobre el seno,
y así parece una magnolia enferma
que sacudida por el cierzo aleve
sobre su frágil tallo se doblega.
En aquella actitud quedase inmóvil
y en tanto que así espera
a su temido y adorado dueño,
su boca de cereza
deja escapar suspiros y palabras
que ella misma no sabe lo que expresan;
que ella misma no sabe si son ruegos;
que ella misma no sabe si son quejas...
Al fin recobrar puede su dominio,
más al erguir de nuevo la cabeza,
brota de su garganta inmaculada
un grito de sorpresa...
Allá, en el fondo de la blanca alcoba,
que una lámpara azul alumbra apenas,
se alza el lecho nupcial como un gran nido
poblado de misterios y promesas.
Ante aquella visión, cierra los ojos,
y sin color, lo mismo que una muerta,
retrocede extendiendo hacia delante
ambas manos abiertas,
y en busca luego de divino amparo,
las manos juntas y en voz baja reza,
y su plegaria, cual paloma blanca,
al cielo azul por el espacio vuela.
De pronto, hacia la entrada de su nido
se abalanza la tímida gacela,
y el vaporoso velo que la envuelve,
abierto en dos, agitase tras ella,
como si fuesen las dos alas blancas
de una enorme paloma mensajera...
¿A dónde corre así desatentada?
¿A dónde corre así? ¿Qué es lo que intenta?
¿Quiere huir, por ventura, de la jaula
en que el Amor la guarda prisionera?
Una voz la detiene de improviso,
en el dintel de la puerta...
Alguien dice su nombre... Alguien la llama
en el salón contiguo, con voz queda...
Inclinase con el oído atento,
y pone en lo que escucha el alma entera...
¿Qué dice aquella voz? Dice ternuras
y modula promesas;
canta el dulce cantar de los cantares,
y suplica y arrulla y gime... Y ruega...
"Abre -clama la voz, abre, ángel mío!"
y ella, transida de emoción intensa,
sintiéndose morir de amor y miedo,
"Espera - exclama balbuciente- espera!"
La noche, en tanto, avanza en su camino,
arrastrando su chal lleno de estrellas...
Por el balcón abierto, entra en la alcoba
el tibio aliento de la primavera,
y se columbra el huerto de la casa
iluminado por la luna llena...
La mano de la novia
de aquel santuario, al fin, abre la puerta,
y allí, con Dios por único testigo,
dos almas ebrias de
pasión se besan.
El novio, fuerte, oprime entre sus brazos
y le habla en el oído y la acaricia,
a la débil y dulce compañera,
y le habla en el oído y la acaricia,
y desata su rubia cabellera,
que se derrama como lluvia de oro
sobre su blanca túnica de seda...
La novia esconde su encendido rostro
sobre el pecho del hombre que la adora,
y riendo y llorando, al mismo tiempo,
"Espera -gime todavía- espera!"
Al declinar la luna,
frente al balcón abierto se presenta;
ve al esposo feliz cuando triunfante,
del simbólico velo se apodera,
y, pálida de envidia, esconde el rostro
tras un jirón de niebla,
mientras allá, en el
huerto de la casa,
un ruiseñor oculto en la arboleda,
saluda con un canto de alegría
a la aurora que llega...