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Es bien sabido que resulta necesaria una mínima perspectiva para poder emitir un juicio acertado, la excesiva proximidad impide realizar una valoración en su justa medida, y casi siempre es necesario para adquirir esta perspectiva una cierta distancia en el espacio o en el tiempo. Fueron muchos los expertos puristas que en su momento criticaron los alardes de Camarón y Paco de Lucía y su personal visión del arte flamenco, donde antes empezó su reconocimiento fue en el extranjero, donde antes se apreció que sus propuestas no estaban atentando contra nada, más bien estaban impulsando una nueva era. El tiempo les concedió el justo mérito a su esfuerzo. Miedo me da pensar en lo que se pueda decir dentro de unos años de Justin Bieber o de Maluma, igual somos nosotros los que estamos ahora mismo ciegos a sus virtudes.

Han sido muchos los hispanistas que han analizado nuestra historia y el carácter de los españoles, intentando arrojar un poco de objetividad en nuestras cuitas internas. Más allá de leyendas negras injustas, o falsos romanticismos, estudiosos como Raymond Carr, Geofrey Parker, Stanley Payne, Gerald Brenan o Ian Gibson han sido capaces de aproximarse a diferentes épocas y sucesos de nuestro pasado reciente con la ventaja de no partir de una situación personal demasiado implicada en el contexto analizado. Uno de mis favoritos por su concreción y acierto es Paul Preston, al que se le atribuye el siguiente razonamiento para mí acertadísimo:

“El español es aquel que considera a quien piensa diferente como a un enemigo en lugar de considerarlo como a alguien con quien debatir”.

Me da igual a lo que lo apliquen, política, fútbol, literatura, cine… Al que no da razón en automático, emite alguna crítica o pondera los aspectos negativos, directamente en este país se le pone en cuarentena y se le cuelga cualquier etiqueta como la de desestabilizador, radical, extremista, o lo que es peor aún, no se le ofrecen argumentos para rebatir su postura, sino que se le lanza cualquier exabrupto que no viene a cuento, pero que básicamente se resume casi siempre en el tan consabido Y TÚ MÁS.

Es fácil distinguir, creo yo, un debate de un ataque, quien busca debatir, no polemizar, tiene la capacidad de no entrar al trapo y parar la cuesta abajo llena de piedras afiladas en la que se convierte una conversación cuando no se obtiene nada constructivo y las respuestas no tienen nada que ver con las preguntas. Sospecho del que insiste, del que siempre quiere la última palabra, más aún del que entra como un elefante en una cacharrería a la que nadie le ha llamado, y tiendo a pensar en la buena intención del que se calla y concede una mal entendida victoria a cambio de no decir algo de lo que luego se pueda arrepentir.

El tiempo es el que termina en la mayoría de los casos, dando o quitando la razón, situando a Camarón o a Paco de Lucía en el Olimpo de la música, a unos en una tranquila vida que les permite pasear por la calle y saludar a la gente y a otros en el ostracismo del exilio casi voluntario por el temor a cruzarse con alguien por la calle. Solamente hay que tener un poco de paciencia, y la capacidad de contar hasta tres y pensar bien lo que se va a decir antes de contestar. Y, por favor, no tomen por un ataque todas las opiniones contrarias que les lleguen.