La religión budista es relativamente nueva en Uruguay. Penetrar en sus espacios como observadores y al mismo tiempo participantes desencadena una fuerte experiencia de alteridad, no sólo por su novedad sino por el contraste que marca con respecto a los esquemas de interpretación habituales (doxa o episteme), reproductores de un paradigma cultural tradicionalmente laico y racionalista. Así, pues, parecía conveniente abstenerse de reacciones críticas apresuradas, o bien “traducciones” del lenguaje religioso al de las ciencias humanas, por lo que apostamos a desenvolver “horizontalmente” los nudos de significación que adoptaban los grupos investigados. O sea, intentamos construir los fundamentos de una etnografía que, desde luego, no podría erigirse sin correlacionar dichos horizontes con las encrucijadas donde se actualizan situacionalmente, y sin tomar en cuenta la socialización de los agentes en un medio simbólico refractario al intercambio cultural con el Lejano Oriente y, por regla general, al cultivo de lo religioso en tanto se ligue a lo “irracional”.
Recordemos que en Uruguay, jacobinismo y positivismo mediante, las instituciones religiosas fueron tempranamente desplazadas desde lo macropolítico de los espacios públicos y de los medios de comunicación por el proceso de “secularización” característico de la modernidad. Éste se oficializa con el Art. 5º de la Constitución de la República en 1919. Bajo tal ideología se establece la secularización del Estado y su aparato de instituciones educativas, administrativas, sanitarias, etc., consolidándose definitivamente en el segundo gobierno batllista. Las iglesias derivadas de la tradición judeo-cristiana, únicas reconocidas bajo la rúbrica de religión (considerándose “superstición” cualquier otra creencia[5]), inician desde entonces un largo período de “gueto”, replegadas con su rebaño a la defensiva de un “afuera” agresor y enemigo, opuesto a sus valores fundamentales.