En El Salvador nos estamos acostumbrando demasiado a los cambios constitucionales a la carta. Como en un restaurante se piden los alimentos ofrecidos en la carta y se los traen con relativa rapidez, así da la impresión que se producen los cambios en nuestra Constitución. Sabiendo que la Constitución recoge lo más importante de los derechos y deberes ciudadanos, así como el orden político y la regulación democrática, los cambios rápidos y acelerados no son aconsejables.
La Constitución es el marco de convivencia aceptado por todo un país. Y por eso los países democráticos tienen tiempos largos y consultas extensas antes de cambiar un texto Constitucional, aunque sea parcialmente. Siempre repetimos que la soberanía está en el pueblo.
Para la Iglesia, la comunidad política se deriva y nace de la sociedad civil y debe estar al servicio de ella y “de las personas y de los grupos que la componen”. En ese sentido, tomar decisiones sin consultar con la sociedad civil es, desde el punto de vista de la Iglesia, una negación del pluralismo social y de la democracia.
Ya estábamos acostumbrados a las interpretaciones arbitrarias y faltas de racionalidad que se han ido haciendo de la Constitución, pues no solamente en este tiempo se ha caído en la arbitrariedad jurídica. Ahora, además de la negación a cualquier tipo de participación en el diálogo sobre un tema constitucional tan importante como lo es el de la alternancia en el poder, o la posibilidad de permanecer por largo plazo en la presidencia de la república, nos encontramos con la tendencia a la eliminación de todo mecanismo estatal de control del poder.
La mezcla de ausencia de mecanismos estatales de control con la prolongación del período presidencial y con la reelección indefinida crean un ambiente profundamente proclive al autoritarismo. Ya estamos sufriendo distintas formas de abuso de Derechos Humanos en el campo de la libertad de expresión, así como formas de persecución de defensores de derechos.
La Constitución tiene poco peso en lo que es más importante: los valores humanos y democráticos, así como los derechos básicos de la ciudadanía. Las palabras de nuestro arzobispo en este contexto hay que entenderlas no solo como una llamada a la consulta antes de cambiar textos constitucionales, sino como una invitación a un verdadero diálogo nacional y a una actitud más participativa dentro de la pluralidad de opiniones existentes en nuestro país. Y una llamada al diálogo, tan pacífica y racionalmente expuesta, no debería ser desoída.