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José M. Tojeira

La semana pasada se cumplieron 80 años del estallido de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Aunque en aquel momento no se consideró un delito de lesa humanidad, hoy sería evidente que se catalogaría como tal la masacre masiva e indiscriminada de población civil, aunque se juzgara importante para terminar pronto una guerra y salvar vidas de los soldados del bando vencedor. Sin embargo no parece que hayamos reflexionado adecuadamente sobre ese pasado estremecedor. Las actuales guerras en Ucrania, Gaza, Sudán, Etiopía y otras muchas han promovido una corriente armamentista de una dimensiones impresionantes. En 2024, tras una tendencia permanente a aumentar el gasto en armas desde hace diez años, la inversión en armamento ascendió a la cantidad de dos billones con 718 mil millones de dólares. Para hacernos una idea, esta cantidad equivale a 76 veces el producto interno bruto de El Salvador ese mismo año, que anduvo por los 35 mil millones de dólares. Mientras continúa habiendo hambre, pobreza, marginación y ausencia de oportunidades para muchos, las armas continúan creando muerte, dolor y hambre en muchas personas, y no solo en los países en guerra.

Al mismo tiempo se está dando un rearme atómico en los 9 países que poseen ya bombas de esa naturaleza. En total se calcula que hay en torno a 12.000 bombas atómicas, 10.000 de ellas repartidas casi por igual entre Rusia y Estados Unidos. La prolongación de las guerras, el recrudecimiento de las mismas, la diversidad de alianzas y de intereses puede llevar a la tragedia. Varios de nuestros propios países centroamericanos, en cuenta El Salvador, han triplicado su inversión en armas y ejército en los últimos 15 años. La misma relevancia y peso de los ejércitos, cada vez más armados, crea un factor de peligro. Los nacionalismos, los proyectos de corte imperialista, el debilitamiento de los controles internacionales, el menosprecio creciente de los Derechos Humanos añaden peligro y riesgo a la actual situación del mundo en que vivimos.

En El Salvador, aunque en los últimos años hemos aumentado en exceso el gasto militar en detrimento del gasto en seguridad, gracias a Dios llevamos más de 30 años sin guerra. La guerra civil la superamos desde el diálogo y la negociación y no cabe duda de que eso es un hito positivo en nuestra historia del que debemos sentirnos orgullosos, aunque el proceso haya tenido algunos defectos. Pero en la actualidad, aunque no hay guerra, nos encontramos con una tendencia a la descalificación no solo de todo el que manifiesta oposición al poder, sino incluso de quienes le hacen notar al poder los errores o dificultades que puede haber en la implementación de algunas leyes. Ese espíritu de descalificar toda crítica y toda oposición no es legítimo ni sano en una democracia. Si la guerra es la expresión más cruel, dura e injusta de toda violencia, toda forma de violencia, aunque sea verbal, pone semillas de maldad que pueden convertirse en una espiral de violencia que no sabemos a donde nos puede llevar. Recordar la necesidad de diálogo, de búsqueda conjunta del bien común, de escucha a la sociedad civil, es necesario para impedir el acercamiento a las semillas de autoritarismo y represión que conducen hacia la violencia.

Las guerras son siempre malas, y cada vez peores en la época actual. La capacidad de destruir vidas y dañarlas ha aumentado exponencialmente. Las bombas de Hiroshima y Nagasaki nos muestran la brutalidad y la irracionalidad a las que podemos llegar los seres humanos. El mundo necesita lograr que los conflictos, sean internos o entre naciones, se resuelvan siempre desde el dialogo y desde el respeto a los Derechos Humanos. Lo contrario es entrar en una dinámica irracional e injusta que no nos depara ni libertad, ni justicia, ni respeto a la dignidad humana. Los hibakusha japoneses, testigos supervivientes de la bombas atómicas, se han convertido en verdaderos trabajadores a favor de la paz y testigos de la irracionalidad de las guerras. Escucharlos a ellos es escuchar a quienes el Evangelio llama felices hijos de Dios porque trabajan en favor de la paz.