Listen

Description

Hace ya algunos años un sociólogo francés, Gilles Lipovetsky, reflexionaba sobre el resultado en las sociedades europeas en las que de hecho se había sustituido la religión por el consumismo. Y llegaba a una conclusión muy semejante a la del escritor ruso Dostoyevsky que decía “Si Dios no existe todo está permitido”. Y en efecto, el afán de consumo se sobrepone de tal manera a una esperanza trascendente, que hace olvidar la opción de trabajar en el largo plazo por el significado de la propia vida. El capitalismo concreto en que vivimos ha impuesto el consumo como el sentido fundamental de la vida, dejando en un lugar secundario la ética, la generosidad y la solidaridad.

Hoy resulta fácil para mucha gente contemplar en la televisión un reportaje sobre los crímenes sistemáticos cometidos contra la población civil en la franja de Gaza, y después de decir algunas frases contra el ejército israelí, seguir cenando tranquilamente. Y al día siguiente ir de compras o a la playa como si no hubiera pasado nada el día anterior. La compasión humana dura un instante, pero el consumo continúa siendo el objetivo vital más importante. En países con grandes desigualdades socioeconómicas, el dolor de muchos no afecta sensiblemente al placer de pocos. Por supuesto hay excepciones, pero no las suficientes para cambiar las perspectivas vitales dominantes ligadas al consumismo.

Ante esta situación las iglesias reaccionan de diferentes formas. Las hay que se rinden ante el consumo anunciando un evangelio de la prosperidad. La riqueza aparece como una bendición divina a cambio de una conversión emocional y una participación en el culto. El entusiasmo de la salvación individual, acompañado de algunas obligaciones éticas de tipo personal dominan en otras denominaciones. No falta la religión de la salvación individual de los seres humanos buenos, acompañada de buenas intenciones hacia el prójimo y algunas obras de misericordia. Con frecuencia se establece un baremo de personas buenas y “malas” y se trabaja con las calificadas como buenas mientras se ignora a las supuestamente malas.

La Iglesia Católica tiene una excelente “Doctrina Social” que ciertamente tiene el valor de alternativa frente a la sociedad consumista, pero que con frecuencia los propios cristianos la ven como una especie de teoría del buen ser y buen hacer, interesante pero lejana, que no compromete a cambios radicales. Quien así piensan están equivocados. Olvidan el Evangelio de Jesús, que criticaba a los que se creían buenos y se acercaba a los pecadores, despreciados y marginados por la propia sociedad, amando más a los más olvidados. No todo es así en las iglesias y en la religión, pero el consumismo ha tenido la suficiente fuerza para limitar el acceso a los dinamismos proféticos del Evangelio y sustituirlos en el mejor de los casos por una caridad indolora.

Frente a esta situación ¿habrá que rendirse ante el dios vacío del consumismo? De ninguna manera. El consumismo produce vacío y falta de sentido, aísla y crea resentimientos en quienes se ven privados de consumir, mientras observan el derroche de otros. Si a alguien que tiene un carro en El Salvador de setenta u ochenta mil dólares le dijéramos aquello de San Agustín, “posees lo ajeno cuando posees lo superfluo”, probablemente no nos comprendería. Y si entendiera la frase en su sentido real, de que está cometiendo una especie de hurto, no dudaría en pensar que quien defiende esa postura tiene ideas comunistas, o algo por el estilo.

La superficialidad de los comprometidos con el alto consumo suele ser demasiado grande, a pesar de títulos y honores que puedan tener o recibir. El mismo mundo en que vivimos no resiste físicamente el consumismo depredador al que estamos siendo llevados. Las graves desigualdades sociales producidas por este tipo de sociedad hiperconsumista, el deterioro ambiental y el vacío vital al que conducen, si bien pueden producir fenómenos políticos en los que la deshumanización domina, llevan también a muchas personas a reflexionar y a buscar estilos de vida distintos, con valores comunitarios más desarrollados, con dinamismos más solidarios y con esperanzas más trascendentes.

Los cristianos estamos llamados a confiar en el futuro, a anunciar y aceptar en nuestras vida el Reino de Dios, y a colaborar en la construcción del mismo.