El Hórreo es uno de los iconos más característicos de nuestra tierra. La forma de vivir de los habitantes de nuestra región ha influido, para que unos maestros carpinteros diesen forma en su día a una construcción que nadie se imagina nuestros pueblos sin ella.
Los hórreos guardan la memoria de muchos hogares, han servido como granero, almacén o despensa, pero, sobre todo, se han llenado de historias de familias, de niños y mayores que hemos subido al hórreo no solo a por patatas o cebollas, sino que hemos jugado al escondite y hemos pasado tardes de lluvia sentados en su talambera viendo pasar el tiempo.
La imagen de gente subiendo las escaleras de un hórreo, cuesta hoy poco subirla a Instagram, pero, siendo niño, me recuerda que ser capaz de subir sin ayuda ese pequeño paso, suponía ser un poco más mayor.
Esas escaleras las recuerdo como púlpito improvisado, lugar de tertulias y como almacén de leña perfectamente colocada.
El hórreo es una conexión con la historia familiar, un lugar de mayores en donde los niños jugábamos a cualquier cosa, sin saber que ese puzzle de maderas perfectamente ensambladas eran y serán parte de nuestra historia.