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Hace algunos días que me visitó un espiritista de allende de los mares, y me dijo lo siguiente: hermana mía, uno de los motivos más poderosos que me han traído a Barcelona es el afán vivísimo que tenía de conocerla a usted, ya que con sus escritos sencillos y conmovedores, tanto consuelo me ha prestado, porque yo también soy uno de los afortunados que cruzan la Tierra cargado con la cruz de mi pasado.
En las penitenciarías no hay más que penados. Ciertamente, y no soy yo de los que llevan más larga la cadena, porque tengo lo suficiente para vivir; me casé con una mujer muy buena, que es un ángel de la caridad, mis hijos me quieren y me respetan; pero hace cuatro años que he perdido a una hija que contaba veinte primaveras, hermosísima, inteligente, sus ojos hablaban, pero ¡ay! Su boca no.
¿Era sordomuda?
-No, muda únicamente, después de sufrir todas las enfermedades que diezman a la infancia y de sufrir en todos sus miembros una especie de descoyuntamiento, creció, se hizo una mujer, se comprendía que lo oía todo, pero hablar... sólo decía: Mimí, señalando a su madre, y cuando me miraba a mí, decía: On Luí, a su madre la adoraba, cuando la veía enferma, no quería que nadie estuviera a su lado sólo ella, en cambio, a mí, jamás me dio un beso, cuando yo me sentaba a su lado, ella se levantaba inmediatamente y me miraba de un modo que me hacía temblar. Y yo me preguntaba muchas veces: ¿Qué le habré yo hecho a este ser en otra encarnación? Porque a su madre la adora, a sus hermanos los quiere, sólo se esquiva conmigo, ni aún muriéndose quiso mis caricias, me rechazó siempre, en cambio, a su madre, era delirio el que tenía por ella, y murió bendiciéndola con sus amorosísimas miradas. Era buena, sufrida, paciente; sufrió sin exhalar un gemido, una operación dolorísima: la extirpación de un tumor en el estómago, y al morir, ¡Cuánto dijeron sus ojos! La madre se quedó inconsolable, y acudí al Espiritismo y tuve noticias muy satisfactorias, estaba muy bien, sin turbación alguna, rodeada de luminosos resplandores, pero esto no es bastante para mí; yo quisiera saber porqué mi hija no me quería, siendo tan buena para todo el mundo, menos para mí. No me guía la curiosidad, se lo juro por la memoria de mi hija; me guía el afán de estudiar en mi misma historia.
¡Es tan triste verse odiado por un hijo!... Yo que me desvivía por ella, y ella, nunca, nunca tuvo para mí una mirada de cariño. Pregunte, Amalia, pregunte.
Y al hablar así Luis me miraba, brotando de sus ojos un mar de lágrimas.
Me conmoví profundamente y le prometí aprovechar la primera ocasión que se presentara para complacerle. Así lo hice, y obtuve la comunicación siguiente:
“Acudo a tu llamamiento, ya que me llamas, para consolar a uno de los muchos penados que cumplen su condena en la Tierra. La madre y la hija de hoy, enlazadas por los más estrechos vínculos a ese padre desolado, en su encarnación pasada, la madre de hoy era una joven perteneciente a una noble familia. Aurea era una niña enfermiza, delicada, una flor de estufa, cuyos padres no sabían dónde colocarla para que estuviera mejor, entre la servidumbre que rodeaba a Aurea, figuraba en primera línea, una mujer muy buena que recibió a la niña en sus brazos en el momento de nacer y que le disputaba el cariño a su madre diciéndole siempre: