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Hacer bien: he aquí la única felicidad reservada a los seres humanos en la Tierra.
La ciega de San Ginés y su padre eran dos espíritus tan afines, que vivían contentos en medio de su oscuridad, no tenían luz en sus ojos, pero tenían millones de soles en el alma porque se amaban, se comprendían y vivían cristianamente resignados.
Una mañana llegó la ciega como de costumbre a San Ginés, y al colocar su silla contra el muro tropezó con un envoltorio que la hizo estremecer, porque le pareció oír el gemido de un niño; no se equivocó, dentro de un magnífico chal de cachemir exhalaba débiles gemidos una niña recién nacida; la pobre ciega, la buenísima Dolores se conmovió profundamente, cogió el envoltorio y entró en el templo para enseñar al cura su hallazgo, reclamando del mismo que le diera aquel ser desvalido, porque ella ganaba lo bastante para hacerlo criar. El cura que quería mucho a Dolores porque la conocía desde pequeña, (y sabía que era buenísima) no se hizo rogar, me bautizó enseguida (porque yo era la niña abandonada), poniéndome María del Milagro, encargando a Dolores que guardara cuidadosamente el chal que me envolvía, porque de él habían cortado un pedazo en forma de triángulo, lo que indicaba que algún día presentarían el triángulo de cachemir para recobrar la niña que a su cuidado entregaba. Mi protectora loca de contenta corrió a su casa, (que la tenía cerca del templo) alborotó a todos los vecinos y tuvo varias nodrizas instantáneamente; porque el pueblo español es por lo general expansivo y generoso, todo corazón. Pronto tuve la ropa necesaria y la buenísima Dolores se impuso nuevas y penosísimas obligaciones para velar mi sueño y cuidarme en mis enfermedades (que tuve muchas) y para atender a su oficio de mendiga; pero como quien da a los pobres le presta a Dios, y este da mil por uno; entrar yo en casa de Dolores o sea la ciega de San Ginés fue llevar a su hogar sombrío, rayos de luz inextinguibles, muchas señoras piadosas le dieron valiosos donativos, las humildes mujeres que me dieron el primer alimento, todas me querían y no me dejaron nunca conocer ni el hambre ni el frío. Dolores me quería con delirio, su padre al que yo le decía abuelito, me llamaba su alegría, su gloria; crecí dichosa en aquella pobre habitación en una casa de vecindad donde había más de ochenta familias pobres que la mayor parte agasajaban a la niña del milagro, que era como todos me llamaban en mi niñéz.