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Sanfermines. Todas las fiestas del mundo coinciden en dos rasgos: su carácter ceremonial y la celebración de la alegría. No es el ocio, no son las vacaciones, la fiesta es rito y un desinhibido elogio de la ebriedad. La fiesta permite al individuo lo que el resto del año tiene prohibido. La fiesta es el paso de la adolescencia a la edad adulta. No otra cosa es el rito del encierro: asumir que la vida está llena de riesgos como cuchillos de asta de toro, que en el caos vertiginoso que a tramos es la vida, te puede arrollar, pisar, reventar el hígado o dejarte clavado en el burladero, mientras el público contempla espantado y curioso el borbotón de sangre. Saber que ocurre también el milagro, el capote del santo, la providencia de un toro que pasa, noble, en su carrera, sin reparar en ese cuajo de miedo que se refugia en un rincón sin respirar para no llamar a la muerte por su nombre. Los Sanfermines tienen tres ejes: el Santo, el toro, la calle. Los Sanfermines son eternos, y este año vuelven a vivir en el recuerdo.